XXXV

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Traté de silenciar mis labios, pero ya era demasiado tarde. Un potente grito se escapaba de entre mi garganta, con la fuerza suficiente para destrozar cada uno de los cristales de esos imponentes ventanales.

La sangre brotaba de su brazo, como el agua de las fuentes de ese precioso y ostentoso jardín, como el río que estaba cerca de mi casa allá en Ámsterdam, como uno de los elementos de lo que sería el Truco Final. La bala, le había traspasado.

—¡Ethelia! —grité su nombre, solo una vez.

El cielo se oscurecía por completo y la reja, rápidamente comenzaba a cerrarse. Permanecía completamente paralizada, mientras Lachlan tiraba de mi mano con suma insistencia.

—¡Roan! ¡Debemos correr! —chilló Lachlan, sumamente desesperado—. ¡Ahora!

No podía dejarla allí desangrada, sin embargo, era empujada hacia aquella reja sin siquiera tener la oportunidad de volver hacia ella. Los ojos de Ethelia, su voz, trataba de decir mi nombre desesperadamente. Deseaba completamente ir a su auxilio, pero escuché un disparo tras otro. Los guardias iban por nosotros, por el cuerpo de mi hermana.

—¡Debemos regresar! ¡Debemos volver! —grité—. Debo volver con mi hermana. Matará a Isobel si no regresamos.

Ya habíamos cruzado la calle. Sin embargo me resistí, no podía siquiera seguir corriendo. No podía dimensionar siquiera lo que sucedía. La respiración se hacía cada vez más escasa, apenas incluso lograba sostener la mano fría de Lachlan.

Las alarmas se oían por todo Londres. Poco a poco, unas pizcas de nieve cubrían nuestros cabellos.

Mi estomago se revolvía y mi pecho se apretaba ante la sola idea de decir alguna palabra. Caía de rodillas hacia aquel suelo frío y húmedo, pensando en que ya no me quedaba nada. Ellos, tenían ya a mi hermana.

Lachlan se me acercaba, abrazándome fuertemente. Aun con su cariño, con aquel sincero amor de su parte, no era capaz de encontrar consuelo. La impotencia inundaba mis venas, mientras dejaba mi cabeza sobre su hombro derecho.

Mi corazón había también muerto con ese disparo.

Sus manos secaban cada una de mis lágrimas, mientras solo maldecía, mientras mis nudillos parecían estar a punto de destrozar toda esa acera. Toda mi agitación se concentraba precisamente en ese momento, en el hecho de que nuevamente el carnaval asesinaba a uno de los míos.

—Eres lo único que me queda—apoyé mi frente contra la suya—. No puedo arriesgarme. Toma una de las joyas que me dio Isobel y vete tan lejos como sea posible.

—No me iré de este lugar sin ti. Si subo a ese tranvía será contigo—puso sus labios junto con los míos.

Era un solo beso, uno que se convertía en un prolongado abrazo que debíamos frenar antes de que alguien nos descubriese. Me ayudó gentilmente a levantarme del suelo, con mi vestido estropeado y la mirada nublada. No me soltó en ni un solo momento, mientras parecíamos una pareja de extranjeros, pobres individuos que vagaban por las calles de Londres mientras aun podían oírse las campanadas, combinadas con las alarmas de la mansión del Gran Maestro.

Había que ocultarse, rápidamente. Londres debía convertirse en un mal recuerdo. Pero no podía dejar de pensar en que pasaría con Isobel, que harían ellos con el cuerpo de mi hermana, que sería de Arlequín.

Era increíble, aun con mi cabeza sobre el hombro de Lachlan, me atrevía a pensar en ese individuo. Debía sacarlo de mis pensamientos, de mi corazón, de mis labios.

El Antiguo Arte de Matar a un Inocente y Otros EspectáculosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora