XXXI

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El chico de ojos bicolores volvía a su verdadera forma mientras su boca, comenzaba a llenarse de sangre. A los pocos segundos, se retorcía completamente cayendo a un lado mientras yo también lo hacía sobre los brazos de alguien más. El corazón parecía detenérseme por completo al ver sus ojos oscuros y el como todo lo que nos rodeaba, solo era una carpa vacía. El Cirque. Sus ojos eran la muerte escondida tras un rostro maquillado, donde su beso no apaciguaba mis preguntas, solo las aumentaba.

Apartó de un tirón a aquel chico que no dejaba ni un segundo de convulsionar, sacando uno de sus cuchillos desde su estómago. Parecía ser que este era el Arlequín real, el mismo que conocí la noche en la que murió mi hermano.

Me tomó entre sus brazos, sintiendo aun mi pecho ensangrentado. Ni siquiera me atrevía a ver toda esa sangre siendo esparcida por mi vestido, aunque gota tras gota iba quedando sobre el suelo de aquella carpa.

Finalmente salimos de allí, con mi cabeza puesta sobre su pecho.

—Te lo dije, nada es real—susurró, mientras me llevaba hacia aquella mansión.

—Pero es imposible, yo entré a ese lugar. Vi a todos esos fenómenos—me inquieté, sujetando la herida sobre mi pecho. No sabía cuanto tiempo podría seguir resistiendo.

—Lo hiciste. Al salir, modifican todo. Lo hicieron hace dos años y seis de los del grupo de los dieciséis, para ese entonces murieron. Yo salí de allí y la carpa se había extinguido por completo.

Habíamos pasado ya por el primer piso y por aquellas largas escaleras. Ni siquiera me atrevía a respirar, en cada movimiento que realizábamos.

—Ya puedes soltarme. Puedo ir yo misma a mi habitación—alegué.

—Tienes una herida, debo curarla antes de que se infecte. No te quiero muerta, al menos—rio—, yo no lo quiero.

—No, ya suéltame.

—Tranquila, un gracias sería lo mejor que podrías decir en este momento.

Sacudí la cabeza, mi cuerpo no dejaba de temblar. Estaba lo suficientemente débil como para poner ambos pies sobre el suelo. No era capaz de ponerme de pie o de al menos, intentar ir hacia la enfermería por mi propia cuenta.

Caminamos en silencio por aquel pasillo, llegando hacia su habitación. Al abrir, me encontré con aquella cama y un pequeña mesa llena de un sinfín de objetos, el que más solía destacar era un marco de oro con la fotografía de una mujer de cabello castaño, sonriente.

Me tumbé lentamente sobre aquella cama, mientras sujetaba con ambas manos aquella herida. Mis manos, de inmediato se manchaban de sangre.

—Si nada en ese lugar es real, ¿por qué sigo sangrando? —me quejé.

No dijo nada, se quedaba viéndome mientras aun seguía sudando. No me observaba con malicia, solo me veía sin más. Sus ojos negros parecían dos cuencas y su labio, formaba una línea recta sobre su rostro.

Se alejó, cerrando la puerta con suma brusquedad.

El labio inferior no dejaba de temblarme, mientras trataba de maldecirle en voz baja. Sentía mis mejillas arder, tratando de acomodar lentamente mi cabeza sobre esa almohada de tonalidades grisáceas. Las sabanas eran suaves con el roce de mis pies descalzos. Al menos, era una cómoda habitación, exceptuando los cuchillos y otras armas que podían haber escondidas incluso debajo del colchón.

Trataba de girar mi cabeza, de buscar algo rápidamente con que limpiar mi herida. Mi mano tocaba aquella fotografía, tirándola sobre la alfombra. Escuché un sonido, uno solo.

El Antiguo Arte de Matar a un Inocente y Otros EspectáculosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora