Inmoralidad, deseo, amor y pecado.
Emma, dieciocho años recién cumplidos y esos ojos azules que llevan su infierno vuelven a su vida después de cinco años. Con tatuajes que no son más que la invitación a pecar la hacen caer a la tentación que llev...
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Sean
Apenas han pasado unas cuantas horas desde que llegamos, y luego de esa pequeña borrachera ninguno perdió tiempo antes de alejarse del otro, bajo la excusa de estar ayudando a su respectivo amigo.
Hablando de ellos, nunca había visto a Konstantin ser tan pendejo, ya es la tercera tienda a la que me hace entrar y no para de parlotear, empeorando mi jaqueca.
—Konstantin, es solo un esmoquin —me quejo, desplomándome en el sofá —. No sé por qué le das tantas vueltas, tienes mil más en tu armario.
Se gira lentamente para observarme como si le hubiera dicho la mayor estupidez a su barba pelirroja.
—Solo me voy a casar UNA vez en la vida —comenta, con la mayor obviedad —, debe ser EL esmoquin.
—De acuerdo —suspiro, levantando las manos —, capté que te quieres sentir especial, princesa.
En contra de mi voluntad, me ahogo en un mar de perchas buscando algo que, según él, grite: ideal. Joder, ¿Por qué hacen de tantos colores si ninguno puede estar presentable?
Vamos a llevar lo mismo, se supone que debemos parecer recién sacados de una alfombra roja.
O sea, mi sola compañía ya es un regalo, el traje tiene que ayudarlo.
—¡Lo encontré, barbón!
—Ya era tiempo —palmea mi hombro —, ves que si te sienta ser secretario.
Pongo los ojos en blanco, acto seguido, le entrego las prendas y me largo a un probador. Termino luciendo la camisa blanca con pantalón y blazer negros. El chaleco es de algún tono de gris y la corbata roza el celeste.
Si yo fuera él novio opacaría a todos, quizás hasta a Emma.
¿Qué carajo? Ya estoy delirando.
Me apresuro en volver al pasillo, donde ya se estaba admirando frente a varios espejos. Sus ojos brillan y me siento extraño al sonreír ante el sentido que le encontró a su vida.
—Clarissa estaría encantada —comento, con ironía, acercándome para acomodarle la corbata —. ¿Quién diría que sentarías cabeza?
—Cariño, yo di todo por esta relación —se burla —. Otra cosa es que no me supiste valorar.
Medio le muestro los dientes al ajustar demás la cortaba, a lo mejor y de esta manera consigo que se calle.
—Yo engañé a nadie con mi prima.
—No, fue con tu hermana. —se ríe, mientras la recuerdo con amargura.
—¿Qué te pasa? —deja la carcajada —. ¿Extrañas la vida en Londres?
No respondo, en cambio, permito que la costurera arregle su traje. Me dejo caer en el sofá, pero el peso de su mirada nunca me deja.
—Allá no tenía que mortificarme por una pastilla. —bufo, la chismosa arquea una ceja al tiempo con el barbón.