Capítulo 15

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Tipo de narrador: tercera persona.

La primera división, recién llegada a las instalaciones de la PDLE, se movía con la torpeza de los recién llegados. Los niños, aunque callados, anhelaban su hogar. La nostalgia se asentaba en sus corazones como una neblina espesa, un peso invisible que cargaban sobre sus hombros. Sabían que era su deber estar allí, pero el sabor amargo de la separación les impedía disfrutar plenamente de su nuevo entorno.

La añoranza era un torrente indomable que los arrastraba. Anhelaban el calor de sus familias, el consuelo de un abrazo, la risa de sus hermanos.  El eco de sus hogares resonaba en sus oídos, una melodía que se mezclaba con el silencio de la PDLE, haciéndola aún más palpable.

Las habitaciones, tan distintas a sus palacios, castillos o mansiones, se sentían frías y vacías. Los pasillos, antes llenos de vida y movimiento, ahora parecían laberintos silenciosos. La gente hablaba en susurros, como si temiera romper la quietud que los envolvía. Cada hora, cada comida, cada actividad, un recordatorio de que estaban lejos de su vida anterior, de su mundo.

Aiden comprendía el dolor que cargaban los niños, pero la primera división era un grupo, no un equipo. Él anhelaba la camaradería, la confianza, la unión que solo un equipo podía ofrecer, pero los niños se mantenían distantes, como si una barrera invisible los separara del resto.  Sus caras eran máscaras inexpresivas, sus palabras escasas, una muralla de indiferencia que Aiden luchaba por derribar.

Él no sabía que para ellos, esa indiferencia era un escudo, una forma de negar la realidad. Dos años sin sus padres, solo breves visitas que dejaban un vacío aún mayor. Se aferraban a su postura, a su silencio, como si con ello pudieran evitar el dolor, la incertidumbre, la sensación de estar abandonados.

Las noches eran una tortura. Las camas frías, las habitaciones oscuras, la ausencia de sus hogares, los atormentaban.  La luna, testigo muda de su sufrimiento, se convertía en confidente silenciosa, a la que susurraban preguntas sin respuesta: ¿Por qué ellos? ¿Por qué esta vida? Sus ojos,  llenos de tristeza, buscaban respuestas en el cielo nocturno, respuestas que la luna no podía ofrecer.

Aiden, agotado por la situación, decidió tomar cartas en el asunto. Un día, rompiendo la rutina, reunió a la primera división en una sala. No fue una clase, no fue un entrenamiento, fue una conversación.

Respondió a sus preguntas, a sus dudas, a sus miedos. Sus palabras, aunque diferentes en tono y ejemplos, resonaban con el mismo mensaje que Keren había transmitido a Lucía: una esperanza, una comprensión, una promesa de que no estaban solos.

Ese día, la primera división bajó sus muros.  Las palabras de Aiden, su empatía, su genuino interés, lograron abrir una grieta en su resistencia. La indiferencia se desvaneció lentamente, dando paso a un tímido intercambio de miradas, a un susurro, a una sonrisa.

Aiden, liberado del peso de la incertidumbre, sintió un alivio profundo. La Diosa Luna, que había atormentado sus sueños con la angustia de sus novicios, pareció sonreír, complacida por el cambio.

La primera división, a pesar de la tristeza que aún los acompañaba, comenzaba a ser un equipo, un grupo unido por una experiencia compartida, por la esperanza de un futuro mejor, por la promesa de que, a pesar de todo, no estaban solos.

Las semanas siguientes fueron un bálsamo. Las princesas, con su naturalidad, habían tejido lazos de amistad. El príncipe, con su alegría contagiosa, se había ganado la confianza de los herederos de los Ducados. Pero fue la conexión entre Louis Fleur Salvatore y Samuel Romanova Skiler la que más llamó la atención.

Louis Fleur Salvatore y Samuel Romanova Skiler, dos jóvenes con personalidades tan diferentes, unidos por un hilo invisible de entendimiento.

Louis, con su entusiasmo contagioso, su amabilidad genuina, su corazón noble, irradiaba una calidez que atraía a todos.

La pequeña dama infernal.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora