Capítulo 37

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Tipo de narrador: tercera persona.

El protector del territorio, Aiden se encontraba en un sueño profundo, sueño que había sido inducido por obra de la Diosa luna, con sus poderes había arrastrado su alma hacia donde se encontraba, el hombre abrió los ojos mientras se agarraba el pecho, su respiración eran irregular, mientras jadeaba por aire.

Miró rápidamente su alrededor era tan difícil de describir en palabras, el lugar era tan majestuoso y místico, un cielo nocturno con nubes preciosas, Bajo un cielo nocturno tachonado de incontables estrellas, como polvo de diamantes esparcido sobre la negrura del cosmos, se alza una figura etérea.

No es una mujer, sino una encarnación de la luna misma, vestida con un traje de seda blanca que fluye como una cascada de luz congelada en el instante.

Su vestido, un torbellino de pliegues y ondulaciones, parece esculpido por el viento de un sueño, cada detalle susurrando una historia de gracia y misterio. El encaje, apenas perceptible, en el corpiño, sugiere una artesanía celestial, un trabajo delicado realizado por manos invisibles.

Su cabello, un río de blanco líquido, se derrama sobre sus hombros, fundiéndose con las nubes que la sostienen como un trono de ensueño. El rostro, apenas visible en el perfil, expresa una serena melancolía, una quietud que refleja la inmensidad del universo que la rodea. No son rasgos definidos, sino la sugerencia de una belleza que trasciende lo terrenal, una belleza que reside en la propia esencia de la luz lunar.

La luna creciente, una enorme joya celestial, se arquea sobre ella, como una bendición silenciosa.  Su luz, suave y difusa, baña la escena en una atmósfera onírica, donde la realidad se desvanece en un mundo de fantasía.  Las estrellas, distantes y brillantes, son testigos silenciosos de esta visión celestial, sus chispas de luz reflejándose en la tela blanca del vestido, como si la constelación entera estuviera tejida en su misma esencia.

El aire mismo parecía vibrar con la tensión.  La Diosa Plateada, normalmente una figura de serena belleza, estaba ahora consumida por una furia glacial. 

Su vestido, una cascada de plata que normalmente fluía con una gracia etérea, se agitaba a su alrededor como si estuviera a punto de estallar.

Los hilos de plata parecían erizarse, reflejando la tormenta que se cernía sobre ella. Sus ojos, normalmente brillantes y llenos de una luz suave, ahora ardían con una intensidad que amenazaba con consumir todo a su paso. Un fino velo de lágrimas, incongruente con su ira, surcaba sus mejillas, contrastando con la palidez de su rostro. El ambiente, normalmente bañado por una luz suave y celestial, se había oscurecido, reflejando la oscuridad que se había apoderado de su corazón.

Aiden, arrodillado ante ella, era la imagen misma del arrepentimiento. Su armadura, normalmente pulida hasta brillar, parecía opaca bajo la luz tenue, reflejando su propia oscuridad interior. La cabeza gacha, ocultaba su rostro, pero sus hombros temblaban ligeramente, traicionando el miedo y la culpa que lo carcomían.

El suelo de mármol bajo sus rodillas parecía absorber el peso de su desesperación. Un silencio sepulcral, roto solo por el jadeo entrecortado de la Diosa, llenaba el espacio entre ellos, un silencio cargado de un dolor inmenso y una culpa aplastante.

El aire olía a ozono y a algo más… a la angustia desgarradora de una madre desesperada.

—Mi hija está sufriendo— Su voz, un susurro apenas audible, resonaba con un dolor tan profundo que parecía físicamente palpable. Era un dolor que trascendía las palabras, un eco de agonía que la atravesaba como una daga invisible, un sufrimiento que sentía como propio, como si la carne de su hija fuera también la suya.

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⏰ Última actualización: Nov 13 ⏰

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La pequeña dama infernal.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora