El tiempo, como un río impetuoso, corrió velozmente. Crecí sana y fuerte, rodeada del lujo y la comodidad del Ducado Romanova.
Apenas empecé a hablar, mi sed de conocimiento se hizo presente. Dominaba el idioma, pero anhelaba leer, descifrar los secretos que guardaban las páginas de los libros. La vasta biblioteca del Ducado, un laberinto de conocimiento, me llamaba con una fuerza irresistible.
Una pequeña, pero intensa, batalla campal se desató en mi familia. Mi padre, el Duque Anthony, deseaba contratar a un maestro de la prestigiosa Academia Magistral para enseñarme a leer, una decisión que consideraba exagerada.
Yo solo quería aprender a leer, no necesitaba un maestro de la academia para eso. Mi madre, la Duquesa Ophelia, argumentó que era innecesario, recordándole a mi padre la promesa que había hecho: él enseñaría a leer a Samuel, y ella a mí.
La discusión entre mis padres fue un espectáculo fascinante. Mi padre negaba rotundamente haber hecho tal promesa, mientras que mi madre, con una elocuencia y una capacidad de réplica que me dejaron maravillada, lo desmentía con una serie de argumentos irrefutables.
Quedé fascinada por la destreza verbal de mi madre, y con un ligero tirón de su vestido, le expresé mi deseo de aprender con ella. Finalmente después de mi interrupción en su discusión, mis padres dejaron de vernos a Samuel y a mí como simples adornos de la mansión -o mejor dicho, mini castillo.
Mi madre me enseñó con paciencia y entusiasmo. Leer no fue difícil para mí; en mi vida anterior, era políglota, dominaba varios idiomas a la perfección.
La diferencia era que ahora aprendía por gusto, no por obligación. Era un placer inmenso, una experiencia totalmente diferente.
A los dos meses, leía con fluidez, incluso libros complejos para un adulto. La sonrisa de mi madre y sus constantes felicitaciones me llenaban de orgullo, pero sin la presión que había experimentado en mi vida anterior.
Cuando cumplí un año, mi madre me propuso comenzar mi educación en etiqueta real. Acepté con un entusiasmo infantil que la llenó de orgullo.
Las tardes en su suntuosa oficina, con sus tapices bordados y el aroma a rosas y cuero antiguo, se convirtieron en lecciones de protocolo y refinamiento.
Aprendí a inclinarme con gracia, a sostener una copa de vino con la mano correcta, a conversar con la nobleza con la compostura adecuada. Sin embargo, mi lenguaje, a veces aún coloquial y directo, no parecía molestarla.
Al contrario, mi madre sonreía con orgullo y una pizca de diversión en los ojos cada vez que pronunciaba alguna frase informal. Era una sonrisa que me transmitía aceptación incondicional, un amor que me abrazaba sin juzgar, celebrando mi espontaneidad.
Para ella, yo era simplemente su hija, la princesa Keren, y esos pequeños deslices lingüísticos eran solo una peculiaridad encantadora, una muestra de mi personalidad única. No sospechaba, por supuesto, el origen de esa peculiaridad, la huella indeleble de una vida pasada en las calles de Londres.
Los modales que había adquirido en mi vida anterior me facilitaron el aprendizaje de la etiqueta real. Cuatro semanas fueron suficientes para dominar las complejidades de la cortesía y la presentación en la corte.
Un día, mientras repasábamos las normas de comportamiento en la mesa, mamá, con una sonrisa discreta, me comentó que Samuel había logrado dominar la etiqueta recientemente. Sin embargo, me sugirió que era mejor mantenerlo en secreto para no desmerecer su esfuerzo. Comprendí la situación en un instante y, en un acto de complicidad, guardé silencio, apreciando la delicadeza de su deseo de proteger el orgullo de mi hermano.

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La Pequeña Dama Infernal.
FantasyEn las sombras de Londres, Dafne, una agente secreta de 28 años, se enfrenta a la despiadada mafia italiana. Su misión: capturar al líder. Sin embargo, la traición de su compañera la sumerge en una condena: secuestro, tortura y una decisión desgarra...