Capítulo 17

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El alboroto en el castillo del Ducado Romanova Skiler era un torbellino de actividad frenética. El aire, cargado con el aroma a de diferentes flores por los grandes jardines, también del olor de la cocina siendo preparada, vibraba con la energía de la urgencia. 

La servidumbre, un enjambre de figuras ataviadas con sencillas túnicas de lino gris y negro, se cruzaba apresurada por los corredores de mármol pulido y impecable, sus pasos amortiguados por las gruesas alfombras persas, que eran cambiadas constantemente porque mi madre no toleraba las cosas desgastadas. 

Los muros de mármol pulido, adornados con tapices que representaban escenas de la mitología eldoriana o al menos eran similares –héroes valientes, dragones majestuosos y bosques encantados–, parecían presenciar el caos con una silenciosa solemnidad. El sonido de las campanas, resonando desde la torre del reloj, marcaba el tiempo con una implacable regularidad, contrastando con la imprevisibilidad de la situación.

La Duquesa, una mujer imponente con su vestido de terciopelo azul oscuro bordado con hilos de plata que brillaban como estrellas fugaces, lanzaba órdenes con la precisión de un general en el fragor de la batalla. Su cabello rubio dorado, recogido en un elaborado moño adornado con un broche de oro en forma de águila, se movía con cada gesto enérgico. 

El brillo de sus ojos azules, duros como el acero, contrastaba con el rubor de preocupación en sus mejillas. La señora Romanova, mi madre, tiene de vestimenta un vestido de seda carmesí y encaje blanco de Brujas, supervisaba la preparación del equipaje con una eficiencia implacable. 

Su rostro, normalmente sereno, reflejaba la ansiedad por el inminente viaje de su hija a encontrarse con su abuela, la poderosa condesa Yulieth Romanova. El collar de esmeraldas que adornaba su cuello parecía palpitar con la misma angustia. Mis párpados, pesados como los pliegues de una cortina de terciopelo púrpura, luchaban por abrirse.

Un dolor punzante en el abdomen, como la estocada de una daga invisible, me arrancó un leve gemido. El sonido, apenas perceptible, fue suficiente para alertar a los sirvientes. Un murmullo de pasos apresurados resonó fuera de mi alcoba, seguida por la rápida llegada de varios criados, sus rostros una mezcla de preocupación y respeto. Algunos llevaban candelabros de plata, iluminando la habitación con una luz suave que proyectaba largas sombras en las paredes. Otros corrieron a informar a mi madre del despertar de la pequeña princesa Romanova Skiler.

Rose, mi doncella personal, una joven de cabello castaño oscuro y ojos rosados, fue la primera en entrar. Su rostro, normalmente radiante, reflejaba una mezcla de alivio y preocupación al verme despierta.

Su vestido de algodón azul cielo, sencillo pero limpio, contrastaba con la tensión en sus hombros. Llevaba en sus manos un pequeño frasco de ungüento de hierbas, un remedio casero para aliviar el dolor.

—¿Se encuentra bien, señorita? ¿Le duele algo?  Si es así, daré orden de que traigan al médico real, el Maestro Elara, y alivien su dolor — preguntó Rose, su voz suave pero firme, impregnada de una sincera preocupación. Su mirada transmitía una calidez que me tranquilizó.

La puerta se abrió de golpe, revelando a mi madre. Las lágrimas surcaban su hermoso rostro, enmarcado por un elaborado tocado de oro y piedras preciosas que brillaban con una luz tenue.

Su vestido, un suntuoso brocado rojo sangre, parecía reflejar la intensidad de sus emociones. Se arrodilló a mi lado, sus brazos envolviéndome en un abrazo apretado. El aroma de su perfume, una mezcla de rosas y jazmín, me envolvió en una sensación de confort.

—Mi bella hija, qué bueno que te encuentras despierta.— susurró, besando mi frente con una ternura que me conmovió profundamente. 

Su voz, aunque entrecortada por las lágrimas, transmitía un amor incondicional.

—Sí, mamá, yo también me alegro de verte —respondí, tratando de tranquilizarla. Mi voz, aunque débil, estaba llena de afecto.

De repente, mi madre estalló en una carcajada sonora, tan inesperada como un rayo en una noche serena. Su risa, dramática y contagiosa, me tomó por sorpresa. Se limpió las lágrimas con un pañuelo de encaje blanco, su risa aún resonando en la habitación.

—Hija mía, si te pagaran por consolar a alguien, te morirías de hambre — dijo entre risas, la alegría brillando en sus ojos. Su risa era un bálsamo para mi dolor.

—No necesito que me paguen, con las riquezas de mi padre y las tuyas puedo vivir en el lujo más absoluto —respondí encogiéndome de hombros, sin darle mayor importancia a sus palabras. 

La pequeña dama infernal.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora