Capítulo 26

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El día llegó, y no de la forma que yo hubiera deseado. Me levantaron tan temprano que apenas podía mantenerme en pie. A pesar de mis protestas, no fui escuchada; las sirvientas, con una eficiencia implacable, seguían con su trabajo, aplicando aquellas cremas grasosas que, inevitablemente, me producían granitos.  La impaciencia me carcomía.

—¡No me escucharon! — bramé, mi voz llena de una frustración contenida, mis palabras cortantes como cuchillos. —¡No me vuelvan a poner esos intentos de cremas faciales y corporales!

Me di la vuelta, mi enojo evidente, y me dirigí a la habitación de aseo personal, un espacio amplio y lujosamente decorado con mármoles blancos y dorados. Abrí el grifo del agua tibia, el sonido del agua corriendo llenando la tina de porcelana blanca, un contraste con mi creciente irritación.  Esperé a que se llenara para quitarme la bata de seda azul cielo, un tejido suave y delicado que contrastaba con la aspereza de mi humor. 

La crema, espesa y fría como un ungüento mágico, se extendía por mi piel como una masa pegajosa, dejándome una sensación de asfixia. El vapor del agua caliente empañaba los espejos, creando un halo fantasmagórico alrededor de mi rostro.

Pasé un rato tallando mi piel con el agua, tratando de librarme de la sensación desagradable que me producía la crema. Una vez logrado mi cometido, salí de la tina y me sequé rápidamente, poniéndome mi bata nuevamente.

Aquellas sirvientas, tres mujeres de aspecto humilde y rostros cansados, permanecieron congeladas en el mismo lugar ante mis palabras y mi tono de voz. Mi mirada se clavó en ellas, fría y penetrante como un cuchillo, mi enojo palpable.

—Soy la princesa Romanova, recuerdenlo siempre; mis órdenes jamás deben ser ignoradas o desobedecidas, o habrán consecuencias, que son muy simples de entender — dije, acercándome a ellas lentamente, mi tono amenazante y frío. —Una sola palabra: muerte.

Aquellas sirvientas, pálidas como la nieve, sus rostros contorsionados en una mueca de terror, sus manos temblaban como hojas secas en otoño. El silencio en la habitación era tan denso que podía sentirse como un peso sobre sus hombros. Solté un suspiro cansado, apoyé mi cabeza en una mano mientras negaba con la cabeza, mi frustración evidente.

—Llamen a Rose y váyanse — espeté, mi voz, aunque más suave, aún resonaba con autoridad.

Me sobé la sien con fastidio, buscando una paciencia que parecía haber desaparecido de mi vida, cuando sentí que ninguna se había movido de su lugar, aparentemente dispuestas a acatar mi orden.

Me di la vuelta, mi furia desatada, hacia ellas. Probablemente mis ojos reflejaron el brillo sádico que caracterizaba a los Romanova, y al ver mis ojos, las sirvientas dieron un sobresalto.

—¡Largo! — bramé, mi voz resonando con fuerza en la habitación. Ante mi grito, acataron mi orden de inmediato.

Me senté en mi tocador, adornado con tallas de marfil y delicados grabados, y agarré el cepillo con algo de fuerza, mi impaciencia palpable. Empecé a cepillarme el cabello mientras me miraba en el espejo, engastado en un marco de oro macizo, su superficie brillante reflejando mi imagen. La luz del sol se filtraba por las ventanas, creando un ambiente de luz dorada.

—Te estás arrancando más cabello que desenredando — dijo una voz a mi espalda, una voz suave y familiar que me trajo un poco de alivio.

—Rose, al fin te veo — dije, mis ojos brillaron con una mezcla de alivio y furia contenida. Pasándole el cepillo, añadí — ¿Dónde has estado?

La pequeña dama infernal.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora