El emperador de Mackenna.
Horas antes de la tragedia.
Horas antes de la tragedia que se cerniría sobre el Ducado Fleur, una inquietud fría y viscosa, como la niebla de un pantano en una noche sin luna, se aferraba al alma del Emperador de Mackenna. No era la oscuridad de su alcoba, ni el silencio apenas roto por el crepitar del fuego en la chimenea, lo que le inquietaba.
Era algo más profundo, un presentimiento que se anidaba en la base de su columna vertebral, como un dragón ancestral despertando de un sueño milenario.
La cama, con sus sábanas de lino egipcio finamente tejido y sus almohadas rellenas de plumón de cisne, le ofrecía un refugio de seda y confort, pero no lograba calmar la intranquilidad que lo invadía. Su bata de dormir, de terciopelo azul zafiro bordado con hilos de plata, lo envolvía como un capullo protector, pero no podía aislarlo del frío que se extendía por su interior, un frío que parecía emanar de su propia alma.
Un leve crujido, casi imperceptible, en la puerta del vestidor, le hizo levantar la mirada. Su amada esposa, Helara, emergió de la penumbra como una visión etérea. Vestía un camisón de seda blanca, tan fina que parecía fundirse con su piel, realzando la belleza de su cuerpo como la luna llena en una noche sin nubes.Su cabello, negro como el ala de un cuervo, caía en cascada sobre sus hombros, y sus ojos, semejantes a dos rubíes ardientes, brillaban con una luz que usualmente lo llenaba de paz, pero esta noche, esa luz parecía tambalearse, como una llama a punto de extinguirse.
—¿Qué te ocurre, mi amor? — preguntó Helara, su voz melodiosa, un bálsamo para sus oídos, pero que esta noche no lograba calmar su inquietud.
La intranquilidad del Emperador se intensificó, no por la ausencia de su habitual serenidad, sino por la extraña sensación de que algo terrible se avecinaba, como si una sombra oscura y fría se hubiera deslizado entre ellos, un velo de muerte que empañaba la belleza de su presencia.
—Helara… — dijo el Emperador, su voz apenas un susurro, cargado de una angustia que no podía disimular. — Hay algo, una sensación… una inquietud que no puedo explicar.
Helara se acercó a la cama, su rostro reflejando su preocupación. El aroma de su perfume, una mezcla de jazmín y miel, usualmente lo reconfortaba, pero esta noche parecía no tener efecto alguno.
—No te preocupes, mi amor — dijo con tono suave, intentando disipar su miedo. — Es solo la noche… a veces, la oscuridad nos juega malas pasadas.
Pero el Emperador sabía que no era la oscuridad. Era algo más, una amenaza latente que se ocultaba en las sombras, esperando el momento oportuno para atacar. Y mientras miraba a su amada esposa, su corazón se llenó de un miedo profundo y visceral, un miedo que lo paralizaba.
La mano de Helara, suave como pétalos de rosa recién abiertos, se posó sobre su cabeza, acariciando su cabello azul zafiro, una herencia ancestral que contrastaba con la blancura de sus dedos.El gesto era un bálsamo a su alma, un recordatorio del profundo amor que compartían, pero esta noche, incluso ese amor no bastaba para disipar la oscuridad que se cernía sobre ellos. El Emperador sabía, en lo más profundo de su ser, que la noche traería consigo algo terrible.
—¿Por qué piensas que estoy sumido en mis pensamientos, mi amada esposa? — pregunté.
Levantando la mirada para encontrar esos hermosos ojos, rojos como rubíes incandescentes, capaces de leer mis pensamientos con una facilidad que a veces me intimidaba.
—Será porque estabas tronándote los dedos y mirando fijamente un punto en el suelo, sin pestañear— respondió Helara, su voz melodiosa como el carillón de un antiguo reloj.
Bajé la mirada, encontrando mis manos entrelazadas, un tic nervioso que me acompañaba desde la infancia, una traición a mi control, una evidencia de la tensión que me carcomía por dentro. Solté un suspiro resignado.
—¿Cómo es que me conoces tan bien? Te das cuenta de los detalles más pequeños — dije, mirándola fijamente con mis ojos anaranjados, un color inusual, herencia de mis ancestros, que se asemejaba al fuego crepitante de un hogar.
Ella sonrió, una sonrisa radiante como el sol de la mañana, capaz de disipar cualquier oscuridad.
—Mi amor, llevo años observándote. Conozco tus gestos, tus silencios, tus miedos… — dijo, acariciando mi mejilla con un toque tan ligero como una pluma. — Eres un libro abierto para mí. ¿En qué estás pensando, cariño?
Sus palabras me llenaron de una mezcla de ternura y temor. Helara era mi confidente, mi compañera, mi alma gemela. Pero también era una mujer de gran poder, capaz de ver más allá de las apariencias, de descifrar los secretos ocultos en mi mirada.
—Extraño a nuestra hija… el tiempo se me hace eterno sin ella. — confesé, dejando caer mi cuerpo sobre las suaves plumas de la cama, el peso de la soledad tan real como el de mi propio cuerpo. — Me preocupa lo que pueda suceder cuando Zyran parta con la segunda división…
Helara se acomodó a mi lado, su cuerpo cálido y reconfortante. Su mano, siempre tan hábil y delicada, se extendió hacia la mesita de noche, donde recogió una colcha de seda bordada con hilos de plata. Con un gesto casi imperceptible, la colcha se deslizó sobre nosotros, envolviéndonos en un abrazo cálido y protector.
—Ya quiero saber qué poder único tendrá nuestra pequeña Kristen — dijo, su voz melodiosa como el canto de un pájaro de fuego. — Zyran, mi pequeño príncipe… ¿con qué poder nos sorprenderá? Y no olvidemos a Christian, nacido meses antes que Zyran… Ambos son la luz de nuestros ojos.
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La pequeña dama infernal.
Viễn tưởngEn las sombras de Londres, Dafne, una agente secreta de 28 años, se enfrenta a la despiadada mafia italiana. Su misión: capturar al líder. Sin embargo, la traición de su compañera la sumerge en una condena: secuestro, tortura y una decisión desgarra...