capítulo 13

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Capítulo 13


Los días fueron pasando y Ana seguía dándose cuenta de más cosas raras que se terminaba guardando pues parecían locuras suyas a los oídos de su esposo. Un día que estaba recogiendo la ropa seca en el patio sintió una presencia a sus espaldas que la vigilaba, cuando se dio la vuelta no había nada así que retomó lo que estaba haciendo y se dirigió a la habitación que compartía con su esposo. ¡Pum, pum, pum! Escuchó con claridad tres pisadas fuertes detrás de ella. Su piel se erizó y aceleró el paso para revisar a su bebé que encontró sana y salva en su cuna. Dio un suspiro de felicidad y entró a mimarla un poco antes de colocar la ropa.

Cuando estaba organizando su ropa y la niña estaba en la cuna, volvió a tener la misma sensación de que había algo a sus espaldas que se movía, una sombra que no supo identificar. Su mente asumió que aquello era algún espíritu asustando a su pequeña y que no quería hacer enojar. Se quedó en silencio y giró poco a poco hasta darse la vuelta para contemplar a su hija viéndola fijamente mientras estaba de pie en su cuna, la niña estaba inmóvil observándola, balbuceaba con sus pequeños labios tratando de decirle algo. Ella gritó por el susto y cayó de espaldas, pero luego lo pensó de nuevo, estaba aterrorizada pero lo que más le asustaba era la anormalidad de aquel acto. Era muy frágil y pequeña como para hacer eso todavía. ¡Tenía un par de meses! La pequeña al ver lo asustada que estaba su madre se dejó caer de nuevo en la cuna silenciosamente. Ana María convenció a Adalberto de ir a la iglesia de otro pueblo cercano ese mismo domingo por miedo a que las voces que atormentaban la casa estuviesen afectando a su hija de alguna forma.

¡No pudo cometer peor error! De verdad detestaba al Padre Agustín, pero ese otro padre era aún peor. Se había encargado de volver algo santo el mismísimo infierno con sus comentarios subidos de tono atacando todo lo que no le gustara. Ya se empezaba a preguntar si de verdad era un hombre de Dios porque parecía que lo último que hacía era ayudar a las personas de la iglesia. Llegó a su casa con los nervios alterados tratando de calmarse, gracias a que Adalberto le ayudó con sus plantas pudo tomar una siesta por la tarde. La gente del pueblo solía acusar a quienes tuviesen algo "extraño" en sus casas de espiritistas, brujos, hechiceros u otras cosas. Adalberto por ese mismo motivo era muy reservado, pues no faltaban los chismorreos de sus herejías. Se había labrado un buen nombre en el pueblo, pero a medida que su fama y su influencia crecía con el tiempo, se veían mermadas por la misma actitud de la gente hostil que miraba con desprecio a otros. Había fervor religioso y predica de castidad, por un lado, desenfreno sexual por otro y cantidades de divorcios a la orden del día. Los mayores ya habían tenido una generación donde las mujeres aguantaban todo calladas, sus hijas aprendieron a hacer lo mismo, a ser infieles usando los cuentos de fantasmas y míticas apariciones.

Los jóvenes que vinieron después se acostumbraron a esto, haciendo que retrasaran la edad de sus bodas, mientras disfrutaban a escondidas. Durante los últimos años se habían presentado en el jordán casos de esterilidad mucho más frecuentes en mujeres y rumores de hombres que gustaban de hombres en secreto. Como todo esto no podía salir a la luz simplemente se ocultaba en las penumbras de la noche. Todo esto hacía que Adalberto se sintiera abrumado, saber todo y no poder decir nada, solo tratar de apalear las enfermedades que toda esa gente propagaba. Era una carga ser la persona con más tiempo de vivir en aquel pueblo, se había vuelto una especie de confidente y esto hacía que estuviera en la mira de todo aquel asentamiento cada vez que pasaba algo. Con menos indios y con los rumores de su reubicación ya no tenía ningún motivo de peso para seguir lidiando con toda aquella hipocresía. Reflexionó todo esto aquel domingo sentado en una mecedora mirando a la nada.

Ana María por su parte no sabía qué pasaba por su mente ni las cargas que él llevaba, la razón detrás de todo, los demonios, los espíritus, los dioses indígenas. Todo era una marea de confusión para ella, escuchaba lo que contaba la gente y su vecina y por eso mismo más convencida que nunca quería largarse de allí. Venía absorta en sus pensamientos hasta que vio a su esposo sentado en la sala y se acercó para darle un beso en la mejilla derecha, ella venía del pasillo que daba a las espaldas del hombre así que no se dio cuenta hasta que ella concretó aquel beso. Esa noche estuvieron juntos y logró dormir con tranquilidad, más que nada porque finalmente hablaron y entendieron que los dos odiaban profundamente estar allí.

La verdad del Jordán, el informeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora