La Solicitud

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El metal se arrastraba en las baldosas del suelo. Sillas y mesas rotas, con dibujos obscenos hechos con lápiz corrector. Algunos tallados por los más esmerados, dignos de la mente de un artista. Roberto observaba a Raquel que, a pesar de su delicada figura, sacaba fuerzas para levantar un considerable peso. Nunca la vio con otros ojos, pero en aquella penumbra que comenzaba a reinar, notaba un mechón empapado de sudor pegado a su frente que resaltaba su cara de determinación. No entendía que estaba haciendo solo se quedó pasmado observándola sin saber que decir.

– Ya poh, ayúdame –dice sacándolo de su trance.

– Perdón, sí –espabila acercándose con cuidado esquivando una silla–, ¿y que se supone que estás haciendo?, metiendo bulla no llegará nadie.

– Mira lo que hay abajo, con eso nos vamos a vengar.

Una estatua dejaba notar unos pies descalzos, se veía una gran estructura de yeso con algunos piquetes y fisuras por el mal trato. Al retirar las sillas se notaba que al fondo estaban todas ordenadas y apiladas de forma correcta, pero hacia afuera acusaba que solo las lanzaban como cayeran.

Desde una blanca túnica emergían un par de manos con las palmas juntas. Ambos tiraron del cuerpo de la figura botando un par de mesas. Al revelarse completamente a Roberto le dio un escalofrío soltándola y frotándose las manos en sus pantalones.

– ¿Qué te pasó, te da miedo?

– Nunca supieron quien le sacó la cabeza –dice tragando saliva.

– Pero la intención es lo que vale –le sonríe.

A Roberto le pareció algo perturbadora, carecía de respeto por lo sagrado, o lo que él pensaba como sagrado. Como su familia no mostraba comportamientos religiosos, él lo contemplaba desde fuera, desde una mirada ajena a la fe. Sin comprender que significaba cada personaje ni que rol cumplían en las iglesias. Solo le parecían aterradoras. Raquel la pone de pie y ambos la contemplan con los últimos rayos de luz del día. Pies descalzos, una túnica blanca sobre una celeste, manos juntas rodeadas de las cuentas de un rosario terminado en una ancha cruz. Sin cabeza.

– Nunca le dije a nadie, pero vi quien la rompió –confiesa Raquel sin quitar la mirada de la estatua.

– Dicen que fue uno del cuarto C, uno satánico.

– Nada que ver –le lanza una mirada burlona–, tu amigo, el Bernardo, de un pelotazo.

– ¿Y nunca dijiste nada? –le cuestiona.

– Me hubieran castigado a mi tambien. Andaba pololeando con el Ernesto, del tercero A. Nos quedamos despues de clases en detrás del comedor y andaba igual el Bernardo con su monaguillo, el Tapia, jugando a la pelota. Con el Ernesto nos fuimos a esconder pa' que no nos viera nadie ni nos anduvieran sapeando –a Roberto se le vinieron a la mente muchas cosas que pudieron haber hecho, sus mejillas enrojecidas no se notaban con la poca luz–. Y ahí escuchamos como que se quebró algo, fuimos a mirar y vimos al Bernardo encaramado en la gruta intentando ponerle la cabeza a la virgen.

– Tenías que haber hablado pa' cagártelo –aun la rabia le rondaba.

– En ese tiempo no estaba ni ahí –Raquel baja el tono de voz–, nunca pensé que iba a terminar así.

– Y todo por unas pendejas de mierda.

Raquel lo mira por unos segundos, sintiéndose segura y encontrando un leve atractivo en los hinchados moretones de su rostro.

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