El Valle Milagro

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El camino se tornó difícil desde aquel desvío de la carretera, apenas se lograba seguir por las ruinas de aquel sendero sin desviarse a ratos. El suelo pantanoso era solo superado por los grandes neumáticos de su camioneta que lanzaban puñados de barro con montes mezclados haciendo sonar el tapabarro. Hace muchos años era una carretera concurrida por carretas y caballos, cargados de productos agrícolas que los antiguos agricultores cultivaban en los alrededores, alimentados por un caudaloso río que actualmente corre como un tímido arroyo. Encerrado en un valle, entre empinadas montañas áridas, con cactus y arbustos que con dificultad sobrevivían al abrazador sol, se abría paso Roberto Miranda, un fotógrafo que dedicaba su vida a volver al presente antiguos pueblos arrasados por el progreso y la economía de la gran ciudad. El tiempo pasaba y no lograba encontrar la estabilidad personal que siempre persiguió. La ambición y su ansiedad le nublaban su visión artística que lo motivó a lanzarse por su carrera. Esta era su última oportunidad de darle un golpe al destino o simplemente optaba por un nuevo comienzo. Tenía por seguro que su familia le brindaría el apoyo. No podía desaprovechar esta oportunidad que afortunadamente recordó.

Había poca información sobre el lugar, muchos documentos fueron eliminados durante los últimos días de la dictadura, solo algunas páginas amarillentas de antiguos periódicos que le daban un indicio de que el pueblo efectivamente existió. El plan de construir el embalse llevaba años pendiente luego del golpe militar, pero al verse sobrepasados por la necesidad, se dio inicio a la construcción de la represa sin aviso previo, dejando al pueblo a puertas de sucumbir bajo el agua. Las ciudades aledañas necesitaban el recurso dada la explosión demográfica desarrollada en pocos años, cuando las familias se movilizaron del campo a la ciudad. Los pobladores no tuvieron otra opción que aceptar la oferta de personal del gobierno que durante años los habían presionado a abandonar el lugar que los vio crecer. Muchas familias abandonaron el pueblo y se mudaron donde familiares, otros aceptaron las viviendas provisorias que les bridaron las autoridades, de ellos solo quedaba una familia que fue testigo de los hechos.

– Oiga don José, y usted, ¿nacido y criado por estas tierras? –El anciano no respondía, apoyado en su bastón, sentado en una vieja banca de madera, mientras las moscas revoloteaban por su sombrero.

– A veces se pierde este viejo, en sus recuerdos lo más seguro –dijo María saliendo de la cocina con un pulcro delantal a cuadros.

– No se preocupe, lo entiendo, mi abuela también tiene sus momentos de lucidez a ratos –recuerda Roberto mientras le servían una cazuela echando vapor.

– Nosotros ya nos acostumbramos, ¿pero sabe qué? Cuando está bien, se acuerda hasta las tonteras que hacía de niño con mi tío Mateo –Roberto le sonríe y acomoda su asiento.

– Se ve rico esto, doña María –quita la cámara que colgaba de su cuello para tomar los cubiertos.

– ¿Y a usted lo mandaron de algún lado o viene porque le gusta el campo nomás?

– Es algo propio, tengo la posibilidad de vender mi trabajo a algunas revistas –hace una mueca al probar una cucharada de sopa hirviendo–, me gusta volver al pasado a través de las fotografías, inmortalizar lugares que nunca volverán y revivirlos, aunque sea en mi imaginación. Cuando termine este trabajo, le voy a traer algunas fotos para que las cuelgue donde quiera, las bonitas, eso sí –levanta una cucharada y sopla– Y cuénteme doña María, ¿cómo recuerda usted al pueblo?

– Estaba muy re chica yo pues, pero me acuerdo de que era todo verde, hasta los cerros, llovía mucho en invierno. Me acuerdo una vez que nevó y se veía todo tan lindo –le ofrece un trozo de pan al viejo hombre que no reacciona–. Todo lo que ahora está tapado por el agua antes eran puras plantaciones, naranjas, limones, paltos, y cuanta cuestión más oiga, ni se imagina. Me acuerdo cuando chica que a esta parte le decían el valle milagro.

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