El Dialogo

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El ambiente se tornó frio y algo húmedo de un instante a otro. Sus rodillas terminaron por tocar el suelo. Desde un rincón de la habitación, tras la sombra de la lampara, le observaba curiosa. Despues del cuarto llamado decidió contestar.

– ¿Crees en mí?

Las palabras frías y rasposas hicieron que el cuerpo de Roberto se estremeciera. Sus venas se tensaron y sentía como su corazón se hacía pequeño.

– Estas aquí, frente a mí –dijo temeroso.

– Que exista no significa que creas en mí. Te vuelvo a preguntar lo mismo.

– Se de lo que eres capaz, lo he visto. Entonces, sí, creo en ti –resiste abrir sus ojos.

– Ya nos habíamos topado en el pasado –afirma.

– Si, una vez.

Un ruido se escuchó a su lado, como dos piedras frotándose entre sí.

– ¿Y por qué tienes miedo? –las palabras venían de otro punto de la habitación.

– Quiero salir de aquí. Necesito salir –suplica Roberto–. Ave María, te pido que me ayudes a salir, tengo mucho porque...

– No soy yo con quien te encontraste la última vez –interrumpe–. O más bien, representamos lo mismo, pero no somos el mismo... ser. Estoy algo confundida. ¿Cómo llegaste aquí?

– El piso se rompió cuando caí.

– Si te vi. El que lo siguen los animales rompía el techo, supongo que esos pequeños deseaban salir. Tú lo terminaste por romper y caíste –sus palabras eran pausadas y planas–, tu espalda. La sané.

– Me acuerdo que antes de desmayarme no podía mover mi cuerpo. ¿Fuiste tú, me curaste?

– Puedo leer tu corazón. Tu fe es grande, a pesar de nunca haber entrado en la casa de Dios. –La manera dispersa de hablar de la mujer lo confundía.

Roberto toma algo de valor que le queda y abre de a poco sus ojos, encontrándose solo en la habitación.

– ¿Me temes? –las palabras en su nuca lo pusieron a sudar frio de inmediato.

– C-confió en que me puedes ayudar. Porque te ayudaré a ti, pero tienes que decirme cómo.

– Con tu fe.

Hubo un silencio. La mujer emitía un sonido de algo macizo y poroso rozando entre sí. Se movía por la habitación dejando flamear su velo roído por el tiempo y la humedad. Roberto se tragó el ultimo poco de valor que le quedaba, no cerró sus ojos, pero los dejó fijos hacia adelante. De reojo podía ver a la mujer moviéndose.

– Hablas con bondad –se atreve a decir–. ¿Quién eres? ¿De verdad eres la Virgen Ma...?

– Somos lo que ellos decidieron que fuéramos –responde antes de dejarlo terminar la pregunta–, por lo que sus corazones clamaban. El milagro te devolvió algo que estaba olvidado.

– Mis recuerdos –reconoce Roberto sin dejar de mirar al frente.

– Esa vez permitiste a otra alma a descansar en paz –su voz se tornaba débil–. Las respuestas que necesitas están en ti.

– No te vayas.

– No puedo –se escucha su voz desvaneciéndose.

Roberto bajó los brazos y miro a todos lados. Solo la luz de la lámpara iluminaba la penumbra del cuarto. Se puso de pie desconcertado, sus piernas temblaban, pero seguro de sí mismo fue en búsqueda del cuaderno para encontrar alguna respuesta.

"Cerrar el sistema", leyó.

Revisó los parámetros de los tableros indicados por Hans. La palanca del tablero de la sala de máquinas arriba, la perilla, apuntado al número 32 y al limpiar una placa transparente, una ampolleta apagada. Se propuso a seguir paso a paso las instrucciones de cierre del sistema.

En el primer paso se encontró de inmediato con un problema, la perilla estaba trabada y le era imposible girarla. Al intentarlo con fuerza quedó con la pieza en la mano. Desesperó unos segundos, intentado volver a colocarla, pero le fue imposible. Se tomaba la cabeza y sin siquiera saber exactamente qué estaba haciendo. La golpeó un par de veces y nada. De pronto recordó la pinza que dejó tirada junto a la puerta con la manilla giratoria. Rápidamente la buscó y para su suerte servía para agarrar el trozo de metal que sobresalía del tablero, gracias a su forma cuadrada pudo asegurarla. Con ambas manos comenzó a girarla midiendo su fuerza, a medida que iba aplicando más, se le soltaba.

Lanzó la pinza lejos, saturando el cuarto de máquinas con un ruido metálico y agudo. El cansancio era inevitable, tanto mental como físico. No se dio cuenta de lo dañadas que estaban sus manos, sangraba entre sus uñas. Se sentó unos momentos a analizar su situación por un rato. Su celular emitió un pitido y vibró, al tomarlo se encontró con el logo de la marca hasta dejar la pantalla en negro por completo. No le tomaba aun el peso de quedarse sin la linterna y al darse cuenta se puso de pie rápidamente para darle unos giros más al dinamo. En caso contrario se quedaría a oscuras.

Exhaló con entusiasmo y volvió a tomar la pinza para intentarlo nuevamente. Con su mano sangrando agarró fuertemente el extremo que apretaba de la pinza para que no se soltara del resto de la perilla. Lo intentó una decena de veces hasta que finalmente dio un giro leve. Sus ojos se abrieron exageradamente de la satisfacción. Tomó la perilla que estaba suelta y simuló girarla para tener la noción de donde estaba el cero. Presionó el botón verde y bajo ambas palancas. Corrió a la sala de la esfera.

Saca su teléfono para alumbrar la penumbra de la habitación, había olvidado que no le quedaba batería. Prende su cámara y lanza una captura hacia atrás. La sala se llenó del fulgor del flash dejándolo algo encandilado, pero en ese segundo de iluminación pudo notar que la aguja estaba al mínimo.

La postdata del cuaderno resonó en su mente.

"Recuerda que necesita cierta energía para cerrarse por completo".

Comprendió finalmente que la energía necesaria no era producida por el dinamo, ni nada eléctrico. Un tipo de energía irracional para él y su vida exenta de aquella sustancia intangible. La mujer indico que era fuerte en él, pero no encontraba la forma de manifestarla.

La fe.

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