La luz del alumbrado de la calle entraba por la ventanilla, el resplandor amarillento coloreaba la blanca tez de Raquel. Desde tan cerca Roberto veía lo tersa que era, sus pestañas encrespadas, con tinta de rímel aglomerada en partes. Su aroma no lo pudo identificar, pero era dulce y agradable. Cerró sus ojos y entrelazó sus dedos con los de ella, la tibia sangre no era impedimento. Sus bocas se abrían y cerraban a medida que sus labios rozaban entre sí, apenas respiraba para no perturbar el momento.
Raquel se aleja unos centímetros para mirarlo al rostro. Él la observa en silencio esperando algo de ella, con la sensación de que se había equivocado en algo.
– Ya puedes respirar –se burla Raquel.
Roberto sentía que sus mejillas se derretirían en cualquier momento, suerte que la luz no dejaba ver lo enrojecido que estaba.
– Eres lindo.
– Casi no veo por este ojo –dice lo primero que se le viene a la mente, apuntando a su cara.
– Está muy hinchado, creo que deberías ir al hospital cuando salgamos de aquí.
Raquel suspira y se acerca a él dejando caer su cabeza en el pecho de Roberto quedando justo bajo su mentón. Esta vez sintió que su aroma parecía un té con miel. Su corazon latía fuerte, pero era como si ella no lo notara.
– ¿Habías besado a una chica antes?
– No, nunca –responde sincero.
– ¿Y te gustó?
– Si.
Levanta la cabeza para volver a besarlo brevemente, le sonríe y vuelve a su pecho. Se sentía extrañamente atraída por él, no entendía si por una sensación de protección o era el único en este mundo que la lograba comprender en su dolor, o ambas. Se sentía afortunada de que en aquel injusto encierro estuviese acompañada. Cubrió sus manos con las mangas de su chaleco, y se acurrucó en el torso de Roberto.
Él por su parte no podía creerlo. Aunque algo confundido, su mente con tintes de inseguridad le hacía pensar que sólo lo había besado por la situación, en otras instancias era imposible que eso sucediera. De todas formas, la estaba pasando mal igual que él. Acomodó su espalda en la mesa que usaba de respaldo mientras acariciaba suavemente el brazo de Raquel. Su cara comenzó a arder, y la espalda le dolía, pero no tenía la intención de moverse de esa posición. De a poco fue relajando su cuerpo hasta quedar por completo en reposo sobre las frías baldosas. Se imaginaba un plato de comida caliente y estar asi con ella, un poco más cómodo, en el sillón de su casa. Sin darse cuenta, se va en sus pensamientos hasta dormirse.
Alguien gritaba el nombre de Raquel a lo lejos. Se sentía adolorido e incómodo. Al abrir sus ojos, desde la ventanilla unas luces rojas parpadeantes entraban llenando la bodega. Se acomodó despertando a una desorientada Raquel, que entreabría sus ojos.
– ¿Mamá? –se pregunta en voz baja–. ¡Mamá! ¡Mamá! –grita al darse cuenta.
Se pone de pie y comienza a golpear la puerta ruidosamente.
– ¡Aquí abajo! –gritaba dando golpes contra la madera–. ¡Nos encontraron al fin!
Corrió a abrazar a Roberto que apenas se ponía de pie haciéndolo lanzar un quejido.
– Perdón, ¿te duele mucho?
Roberto asintió con una mueca, fingió algo de felicidad. La verdad no se sentía a gusto del todo siendo rescatado, prefería estar con Raquel allí abajo, solos los dos, pero no podía ser tan egoísta como para no mostrar algo de felicidad. Prefería quedarse encerrado a llegar a casa. Seguro cuando llegara a casa su padre iba a estar enfadado con él por llegar tarde a casa. Ni siquiera sabía que horas eran.
La puerta blanca se abre de par en par, los haces de luces de las linternas entran a la bodega haciendo relucir las patas de metal de las mesas y sillas que se despedían de los únicos alumnos que veían hace mucho tiempo.
La madre de Raquel la esperaba con los brazos extendidos, ella corrió hacia ellos. Se alegró porque al fin estaba con su madre, sin embargo, a él nadie lo esperaba. Entre los carabineros que entraban a mirar el lugar, estaba la directora del colegio. Al ver a Roberto se sorprende por las heridas en su cara. La madre de Raquel se la lleva abrazada y ella solo le lanzó una mirada que no logró definir. Todo acontecía como en cámara lenta para él hasta que una mano lo distrae.
– Hijo, ¡¿Qué te pasó?! –pregunta la directora tomándole el rostro para verlo de cerca.
– Nada –responde tímidamente Roberto.
– ¿Cómo que nada? –se escandaliza– Ya, vamos a urgencias para que te revisen.
– ¿Qué hora es?
La directora miró el brillante reloj en su muñeca.
– Las doce. Espérame aquí para buscar el número de tu apoderado, tus papas deben estar asustados.
La directora entró a su oficina, se notaba nerviosa, se sentía responsable por todo lo que estaba pasando. Roberto se sintió protegido por aquella figura que representaba al colegio. De pronto recordó su mochila, no alcanzó a ponérsela cuando lo sacaron de la sala.
– Directora, voy a buscar mi mochila a la sala.
– Si, anda –le agitó la mano mientras leía un gran cuaderno.
Las baldosas del pasillo simulaban adoquines separados entre sí, acostumbraba a arrastrar algo los pies para que la suela rebotara en cada separación. Ahora, en la oscuridad y en silencio el sonido rebotaba en las paredes. No podía ocultar que se sentía perfectamente bien, como nunca, a pesar de las heridas y los dolores. Rozaba suavemente la yema de sus dedos en sus labios, aun lograba sentir el aroma de Raquel.
Toma el antiguo pomo de la puerta y antes de tirarla observa la oscuridad desde donde suben las escaleras. Antes le hubiese producido algo de temor, ahora, le sacó una sonrisa de oreja a oreja. La puerta cruje al abrirse, es todo oscuro. Entra, y al buscar el interruptor se oye algo afuera. Asoma su cabeza para volver a oírlo, solo se escucha un solitario auto pasando por fuera. Al avanzar unos pasos dentro de su sala para alcanzar finalmente el interruptor logra reconocer un sonido que lo paraliza. Su percepción fue claramente el del ruido de un ladrillo o un bloque arrastrándose por el suelo. Sin quitar la vista de la puerta comienza a retroceder en la oscuridad. A medida que avanza hacia atrás, la puerta lentamente comienza a cerrarse. Algo de las luces de los postes afuera iluminaban el pasillo, luz que se perdía a medida que la puerta se cerraba. De pronto se cierra, dando un fuerte golpe que lo hace retroceder haciéndolo resbalar con un papel, cayendo al suelo a los pies de una mesa.
Se quedó pasmado, el dejo de sensaciones agradables que aún le quedaba desapareció, la oscuridad le arrebató su felicidad en un instante. Temblando y en el piso siente como algo se mueve dentro de la sala, no puede identificar donde está, se arrastra algo pesado, sobre el piso de madera.
Silencio.
Solo escuchaba su respiración agitada y entrecortada. La puerta se abre, esbozando en el umbral una silueta de un hombre grande de pie. De pronto la luz se enciende, era la directora y detrás de ella un corpulento carabinero miraba hacia adentro con cara de no estar muy cómodo.
– Dios mío, hijo, ¿estos son tus cuadernos? –pregunta la directora horrorizada.
No lo notó con las luces apagadas, pero al observar el piso y sobre las mesas, cientos de hojas arrancadas decoraban todo el salón. Sobre el pizarrón su mochila volteada, con las costuras hacia afuera colgaba de un clavo. Movió su pie y sin darse cuenta unos pedazos de plástico y unos resortes rodaron, su color tenía algo familiar. Al ver un poco más allá reconoció la funda de su cámara, alzó la vista y sobre una mesa, pudo notar que a su preciada herramienta le fue mucho peor que a su cara.
Despues de mucho tiempo, se permitió sentir y explotó en llanto, la impotencia. Un reclamo que se vino acumulando por largos años.
La directora lo consolaba y el policía se compadecía. Solo los lamentos de dolor evitaban que se oyese como la figura de yeso se agitaba con la misma rabia en el piso de abajo.
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La Casa de Dios
ParanormalRoberto es un fotografo que busca traer lugares olvidados al presente. Este viaje traerá consigo antiguos recuerdos de su adolescencia, que le servirán para desenmascarar un antigua investigación. Nunca fue una persona ligada a la fe, pero esta casu...