Un Presagio del Futuro

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Ya no había estatua ni secretos. El pacto se había roto.

– ¿Entiendes que casi lo matas?

– Lo he dicho muchas veces, le estaba ayudando, la estatua lo quería matar. –Roberto hace una pausa– Por mi culpa, yo se lo pedí.

Su padre no emitía ninguna palabra junto a él.

– Raquel insiste con lo mismo, ella se culpa por eso tambien –la directora se quita sus lentes y mira por la ventana–. Agradece que la mamá de Bernardo no hizo una denuncia.

– ¿Y cómo está Bernardo?

Nora sentía en el fondo que la preocupación de Roberto era genuina. Rondaban en su mente los comentarios del inspector, en quien confiaba hace años, sobre lo que vio. Aunque carecían de toda racionalidad.

– Mejorando, sólo con lesiones en su tráquea. –Suspira y se pone seria– Te lo preguntaré por última vez. El robo de Valentina, el estado de Aníbal, la enfermedad de Javiera, dejemos fuera lo del profesor Nelson, ¿me dices que todo eso fue porque le pidieron a la estatua rota de la Virgen que los vengara?

– Que sintieran lo mismo que nosotros y ya no estar solos, eso fue lo que pedimos. Tal vez no queríamos que pasara así, pero eso fue lo que la estatua hizo. Lo juro. Raquel no hizo nada malo tampoco.

– Entiendo –medita unos momentos antes de dirigirse al padre–. ¿Usted no sabía nada de esto?

Él solo se encoge de hombros y niega con la cabeza. Nora sintió ganas de increpar al despreocupado hombre sentado frente a ella, pero debía mantener la compostura.

– Asumimos parte de la responsabilidad como institución –continúa–, estoy informada de su caso junto con la asistente, ella determinó que usted ya no se hará cargo de su hijo. No les negaré que será dificil para ustedes y espero que las medidas que tomen serán las mejores para ti, Roberto. Debes tener en consideración que lo que hiciste estuvo al borde de la ilegalidad, si no fuese porque Bernardo obligó a su madre a no hacer la denuncia, te hubieses ido directo a una casa del servicio de menores. ¿Comprende la gravedad señor Miranda?

– Si, si directora, lo entiendo –dice el padre con la cabeza gacha–. Ya me contacté con la abuela de Roberto.

– Pero... –alcanzo a decir Roberto antes que Nora lo interrumpiera.

– Pero nada, Roberto. Luego de tus actos, te encuentras en el mejor de los escenarios –le lanza una mirada cómplice que tranquiliza al joven–. Quedan pocos dias para terminar el año y el tuyo lo cerraré de inmediato, con tus notas no será dificil postular a otro colegio.

– ¡Quiero quedarme! –reclama Roberto inmediatamente.

– Lo siento hijo, no puedo mantenerte aquí. Ni a Raquel.

Eso le dio la leve esperanza de que en el próximo colegio estarían juntos. Se tranquilizó.

– Te recomiendo algo, Roberto –continúa la directora, mirándolo fijamente–, no vuelvas a mencionar esta historia, no la creerán. En los informes indiqué que fueron años de abusos que te llevaron a reaccionar así. –Mirándolo sobre el cristal de sus lentes, le advierte– Aférrate a eso. ¿Queda alguna duda?

– Gracias, supongo –dudó–. Tengo una última pregunta.

– Lo del profesor Nelson, fue verdad o la estatua...

– Digamos que fue milagro que se descubriese la verdad –disimuló su pulso acelerado al ver una figura familiar, pero imposible, cruzando por la ventana.

Luego de unos minutos más de conversación con el impasible y ajeno padre, abandonaron la oficina. Antes de que Roberto cerrara la puerta, Nora se refiere a él.

– Roberto –la cruz de oro de su collar resplandeció–, tu fe es grande niño. No lo olvides.

Palabras que resonaron como una profecía.

Al salir pudo ver finalmente a Raquel, esperando su turno junto a su madre. Vio como ella intentó acercarse a él, a momento que su madre la retuvo impidiendo acercarse.

Frente a él, Raquel lo esperaba con un semblante de tristeza que no mostraba hacia algunas semanas. Junto a ella su madre con cara de enfado miraba de reojo y con desprecio a Roberto mientras salía con su padre. Raquel instintivamente se puso de pie para ir a saludar al joven, hasta que la mano de su madre la detuvo.

– Te dije que no.

– Mamá, solo lo iré a saludar –reclama lanzando una mirada desesperada a Roberto.

– No, ya lo hablamos.

Sus lágrimas rodaban por sus mejillas al no poder acercarse a quien le había devuelto las ganas de vivir. Solo pudo levantar su mano para despedirle.

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