El Penitente

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Las clases finalizaron y unos pocos alumnos rondaban los pasillos. Bernardo y Tapia jugaban unos últimos minutos a lanzarse la pelota con fuerza, de arco a arco en el vacío patio de la escuela. De un lado a otro los pelotazos resonaban con potencia. No eran los mejores jugadores de futbol, pero les gustaba y se imaginaban llegando a vestir alguna camiseta. En un intento de remate, Tapia lanza el balón desviado hacia la gruta de la virgen, golpeando un par de floreros y rebotando hacia la estatua. El golpe hizo que el busto de la estatua saliera disparado, cayendo sobre unas flores que le evitaron romperse en mil pedazos.

Tapia, te echaste a la virgen –se alerta Bernardo.

– Te dije que era malo para pegarle con la zurda –dice sin importarle.

Ya, vámonos. Anda a buscar la pelota.

Bernardo se dispuso a ordenar las flores en sus respectivos floreros que quedaron secos. Tomó la cabeza de yeso entre sus manos e intentó unirla al cuerpo, un inconsciente respeto resonaba en él. Era imposible volver a dejarla fija, resbalaba o quedaba evidentemente inclinada. Pensó que alguien lo observaba, alertándolo.

– Déjala sin cabeza nomas –dice Tapia.

– No puedo ponerla. Escóndela tú.

Rápidamente y sin cuestionar, Tapia mete la cabeza de la virgen en la mochila. Estaba acostumbrado a taparle todas las maldades que mandaba. Sin pensarlo, hizo lo que le dijo.

Era tarde y golpeaban, la madre acongojada abre la puerta y ve una luz en su dolor. Su hijo perdió toda conexión con la realidad hacía más de una semana. Ver al adolescente con su mochila al hombro le devolvía la cotidianidad que, ningún doctor lograba devolver.

Hola tia, ¿puedo pasar?

Claro hijo, pase.

Visitó muchas veces esa casa, la usaban de escondite ya que la madre de Tapia ignoraba las travesuras que llegaba a cometer su, para ella, ejemplar hijo.

¿Sigue igual? –pregunta preocupado Bernardo.

– Duerme casi todo el día y a penas come. El doctor dice que el Aníbal está bien, solo que como no se alimenta, su cuerpo se debilita. –Sus ojos se llenaban de lágrimas– No quiere ni prender la tele. Grita. Es terrible.

– ¿Puedo verlo?

– Si, hijo vaya y háblele, dígale que porfavor coma algo, que le va a hacer bien.

La madre le abre la puerta y lo invita a pasar. Entra a la habitación que antes estaba llena de posters y adornos colgando, ahora las paredes solo mostraban las sombras de lo que afirmaban.

¿Y las cosas? –se extraña Bernardo apuntando a la muralla.

– Nos pidió sacar todo.

La madre solo atinaba a taparse con ambas manos la boca y a negar repetidamente con la cabeza. Aún estaba en un estado en que no creía que todo fuese real. Solo la esperanza de que el amigo ayudase a su hijo a volver de la oscuridad en la que se sumergió aquel día en el baño del colegio.

Bernardo entra y cierra la puerta tras de sí. La ventana dejaba entrar algo de luz de afuera. Tapia, acostado y vuelto hacia la pared, no mostraba el rostro a su amigo que lo visitaba.

– Oye Tapia –dice sin recibir ningún ruido–. ¿Cómo estás?

Se sienta en la cama de su amigo y le sacude el hombro, sin ninguna reacción.

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