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Marcos y Ámbar llevaban sin hablarse siete días.

Lucas y Ámbar llevaban sin hablarse ocho días.

Ámbar no dormía, y aprovechaba esas horas largas de la noche para reproducir una y otra vez la pelea que ha tenido con ambos, aunque detestara tan si quiera recordarlo.

La pelea de su hermano le desgarraba el corazón.

Ella sabía que él tan solo se preocupaba por ella, que la quería y que quería protegerla.

Pero ella, simplemente, no podía explicarle que ayudaba a matar a gente por encargo.

Desde que ella había regresado a la ciudad, no había pasado tanto tiempo tan lejos y tan cerca de Marcos al mismo tiempo.

Lo veía todas las mañanas, lo veía preparándole el desayuno, lo veía entrar al baño y estar allí durante horas, lo veía salir, lo veía entrar acompañado, lo veía encerrarse en su cuarto con sus invitados...

Pero no veía sus sonrisas ni escuchaba sus bromas o reproches.

Le había dejado de hablar.

Ella intentó convencerle de que ella no le iba a mentir, que ella no esconde nada, pero ya lo había pensado antes y lo sigue pensando ahora: no puede mentirle a su hermano, porque él es el único que le conoce de verdad.

Le había dicho que debía dejarla, que debía buscarse nuevas amistades y él, en aquel mísero momento, decidió obedecerla.

Ámbar sentía que Marcos la había abandonado, pero, muy al fondo de su mente, sabía que era ella la que lo había abandonado.

Ámbar nunca se sintió más sola.

En cambio, la pelea de Lucas le volvía nerviosa.

Había tenido más de una crisis nerviosa desde aquella noche, y lloraba al recordar todo lo que le había dicho.

Él le gritó que no la necesitaba. Que se pudriese. Que se buscara otro agente. Que se buscara a un abogado más bien, se corrigió él mismo. Que se buscara un abogado porque lo iba a necesitar. Que su perdición era haber confiado en ella. Que debería haberla matado cuando ella entró en su apartamento.

En cualquier otra situación, ella hubiera fingido que nada la afectaba y hubiera respondido con el mismo tono de voz.

Pero esa noche solo supo limpiar en silencio y llamar a su hermano.

Y se odió por ello.

Ella no era así. Ella no agachaba la cabeza. Ella no se callaba ni se dejaba mandar.

Pero esa noche el miedo pudo con ella.

Lucas estaba fuera de sí. Sus ojos, siempre azules y claros, estaban inyectados en sangre. Su pelo, siempre bien peinado, estaba desorganizado y le daba un aspecto anormal. Su piel, siempre blanca y brillante, estaba más pálida de lo normal y exhibía gotas de sangre secas como si fueran tatuajes. Sus manos, siempre relajadas, estaban sosteniendo un machete mientras ella limpiaba.

Simplemente, no pudo ser ella por miedo a la muerte.

Más bien, al dolor de la muerte.

Porque sabía que Lucas estaba tan fuera de sí que era capaz de dañarla en cualquier segundo.

En su libro, Ámbar justificó a Lucas.

Dijo que era por celos, que él la deseaba.

Pero ella sabía que realmente no era así.

No puedes tratar así a alguien a quien deseas.

Ámbar recordaba la sensación del trapo húmedo en las manos, el eco de las pisadas de Lucas, que iba de un lado a otro mientras vigilaba y el goteo de una cañería rota en aquel callejón de la muerte.

Recordaba el miedo que sintió, lo manchado que estaba su vestido blanco y las ansias de vomitar.

Se odió demasiado.

Mientras limpiaba, se distraía pensando en aquella situación.

Ella decía que era una mujer libre, pero se sentía como si fuera la esclava de Lucas.

Si él llamaba, ella acudía.

Si él le mandaba limpiar, ella limpiaba.

Ámbar no sabía en qué momento decidió postrarse ante un ser tan despreciable como Lucas.

Y ella en el fondo sabía que Lucas no era malo, que tan solo estaba fuera de sí por estar asesinando a gente en contra de su voluntad, pero, aunque ella lo entendía no podía justificarlo.

No podía justificar que él le gritara todo aquello cuando ella tan solo le preguntó si estaba bien.

No podía justificar que él colocara el arma en su cuello y le dejara una raja superficial, pero que igualmente sangró y le hizo perder el equilibrio.

No podía justificar que estuviera perdiendo a su hermano con tantas mentiras por él.

Aunque lo último no es culpa de Lucas, se dijo.

Ella misma se había metido en todo eso. Ella le ofreció su ayuda y ahora tenía que tragarse las consecuencias.

Sí, lo hizo por cumplir el contrato, por el dinero que generaría, por la matrícula de Marcos, por los lujos que seguiría teniendo gracias a el libro que estaba escribiendo.

No sé, se dijo, si realmente merecía la pena renunciar a la cordura por un fajo de billetes.

No tuvo tiempo de reflexionar más porque le llegó una notificación.

Había una fiesta y le preguntaban si iba a acudir.

Ámbar se miró en el espejo de la habitación y se relamió los labios, al verlos secos.

Ya nada le importaba más que ahogarse en alcohol.

Claro que iba a acudir.

La Verdadera Inspiración De ÁmbarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora