III.III - Peso de los Silencios

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Permanecieron abrazados en silencio durante largo tiempo. La respiración de Liliana, inicialmente entrecortada y pesada por las emociones recién desahogadas, comenzó a aligerarse, suavizándose lentamente hasta transformarse en los delicados susurros de un sueño tranquilo y profundo. Ismael, con una gentileza nacida del temor a romper la serenidad de ese momento, levantó cuidadosamente a su hermana en sus brazos. Se movió con la delicadeza de quien camina sobre un suelo cubierto de cristales, consciente de que el menor ruido podría desvanecer el velo de paz que ahora cubría a Liliana. Con reverencia y un amor evidente, la depositó suavemente en la cama, asegurándose de que cada movimiento fuera tan ligero como una pluma. Finalmente, con una ternura que apenas rozaba su piel, Ismael dejó un beso tierno y protector en la frente de Liliana, un gesto final de cuidado antes de retirarse.

Con pasos que parecían temer al silencio mismo, Ismael cruzó el umbral de la habitación, cerrando la puerta detrás de sí con una lentitud casi ceremonial. Cada movimiento estaba calculado para no perturbar el aire, como si temiera que el más mínimo ruido pudiera desencadenar un nuevo torrente de caos. Fuera de aquel refugio temporal, el corredor servía de eco a un tumulto distante. Desde la sala, las voces alteradas y el sonido de objetos arrojados en un estallido de frustración se filtraban a través de las paredes, narrando una historia de discordia que parecía no tener fin.

A unos pasos de allí, Ismael se apoyó en el reposabrazos de las escaleras, dejándose caer en el peso de su propia resignación. Exhaló un suspiro profundo, una liberación silenciosa de todo el peso que sus hombros jóvenes no deberían cargar. A su alrededor, los ecos de la discordia familiar resonaban con fuerza, creando una cacofonía de desacuerdo que llenaba cada rincón de la casa. Pero en la distancia de su mente, comenzó a retirarse hacia refugios más pacíficos de pensamiento. Un vistazo fugaz al reloj marcaba las proximidades de las 6 de la tarde; la fiesta empezaba a las 10.Decidió que era el momento de alejarse del caos, pensó «Bien, Iré a casa de Oscar desde ahora y de ahí iremos a la fiesta» Este pensamiento, firme y claro, lo impulsó a dirigirse hacia el baño para prepararse.

Después de una ducha reparadora y un cambio de ropa que servía más como una tregua temporal con sus pensamientos, Ismael examinó el espejo con una mirada crítica. Su atención se centró en la marca morada, casi como una acusación silenciosa, que su padre había dejado en su cuello. Con un suspiro de resignación que parecía llevar el peso de mundos no dichos, tomó la bufanda que su hermana le había regalado. Con movimientos metódicos y cuidadosos, la envolvió alrededor de su cuello, cubriendo la evidencia de un desamor familiar que deseaba fervientemente ocultar.

Mientras ajustaba la bufanda frente al espejo, la imagen de Ismael se debatía con los reflejos de un pasado y presente tumultuosos. Reflexionaba sobre el deterioro físico y emocional palpable de sus padres, una espiral descendente que jamás había tenido el coraje de confrontar directamente con ellos. El aire frío del baño parecía congelar esos momentos de introspección. En lo más profundo de su corazón, una voz susurraba la temible suposición de que quizás él mismo fuera la causa inadvertida de su constante desdicha. Esta oscura reflexión lo sumía en una miseria aún más profunda, un abismo de culpabilidad y dolor que lo consumía silenciosamente. Era un ciclo vicioso de emociones turbias que luchaba por comprender y, con aún mayor desesperación, por superar.

Después de dirigirse hacia el balcón, cada paso parecía llevar el peso de una pregunta inquietante que martilleaba en su mente «¿Acaso soy un error que arruinó la vida de mis padres?». Al llegar, se sentó al borde, dejando que sus piernas colgaran ligeramente sobre el vacío, una metáfora del precipicio emocional en el que se encontraba. Rodeado por la noche silente, fue abrumado por los ecos distorsionados de los constantes reproches de sus padres. Las palabras crueles y despectivas resonaban como campanas de una catedral derruida, cada una de ellas marcando el ritmo de un recuerdo doloroso "¡ANIMAL! ¿YA VISTE LO QUE HICISTE?", "MIRA TUS CALIFICACIONES, ESTE 7 ES DE MEDIOCRES", "ERES UN ESTORBO", "¡¿QUÉ ACASO NO PUEDES HACER NADA BIEN?!". Cada insulto revivía con precisión los momentos y lugares de su agresión verbal, afilando sus dudas y profundizando su dolor, hundiéndolo en una espiral de desesperación que parecía no tener fin.

Reflexionando profundamente, con una creciente angustia que le robaba el aliento, Ismael se preguntaba «¿Y si realmente soy yo el problema?». Las lágrimas comenzaron a acumularse en los bordes de sus ojos, amenazando con desbordarse como ríos después de una tormenta. La tristeza se adueñó de él, haciendo que su pecho se sintiera como si estuviera lleno de plomo, y su respiración se entrecortaba en sollozos apenas contenidos. En ese momento de vulnerabilidad, cuando la noche parecía cerrarse alrededor de su dolor, el sonido repentino de su celular lo sacó abruptamente de sus pensamientos sombríos, rompiendo el hechizo de su introspección con la abrupta intromisión del mundo exterior.

No Te Va Tan MalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora