A la mañana siguiente, el ambiente era pesado, cargado de una ansiedad que no se disipaba, sin importar cuánto intentara distraerme. Me desperté sintiéndome aún más cansada que cuando me había acostado, con una sensación de desesperanza que crecía en el fondo de mi pecho. No sabía qué hora era; la habitación seguía siendo la misma prisión sin ventanas que me desconectaba por completo del mundo exterior. La única compañía era la cama desordenada, un escritorio vacío que solo hacía eco de mi soledad, y un clóset tan vacío como mis fuerzas para enfrentar otro día.
Me levanté lentamente, sintiendo el frío del suelo bajo mis pies descalzos. La incomodidad me recordó que estaba viva, y por ahora, eso tendría que ser suficiente. Caminé hacia la puerta con cautela, cada paso un recordatorio del temor constante que sentía desde que llegué aquí. Con un ligero empujón, la puerta se abrió. Sorprendida, me asomé al pasillo silencioso, mis ojos ajustándose a la penumbra mientras mi corazón latía con fuerza.
El pasillo estaba desierto, pero algo en el aire me decía que no estaba sola.
—No tengas miedo, sal —dijo una voz suave que reconocí al instante. Era Sara, y aunque no la veía, su tono tenía una familiaridad que me reconfortó—. Richard dijo que podías hacerlo.
Suspiré, aliviada por su presencia, aunque no podía sacudirme la sensación de incertidumbre que me acompañaba desde el primer día. Salí al pasillo, mis pasos eran lentos y cuidadosos, como si esperara que el suelo se desmoronara bajo mis pies en cualquier momento.
—Pero no te acostumbres —añadió Sara, apareciendo en la cocina—. No siempre está de buen ánimo.
Me acerqué a las ventanas de la cocina, mis ojos buscando desesperadamente una conexión con el mundo exterior. Pero estaban selladas, cerradas con tablones de madera que bloqueaban la luz natural. Era como si el mundo exterior no existiera, como si esta casa fuera el único lugar en el planeta.
—Todo está cerrado —dijo Sara, observando cómo miraba las ventanas con frustración—. Y por favor, mientras estés a mi cargo, no intentes escapar. Eso me buscaría problemas, y créeme, no quieres ver a Richard enojado.
Asentí, comprendiendo las reglas tácitas de este lugar. Sabía que estaba atrapada, pero escuchar a Sara confirmarlo de nuevo fue como una daga que se clavó más profundamente en mi pecho. Me dirigí a la barra de la cocina y me senté, sintiéndome diminuta en este lugar que parecía consumir todo lo que yo era.
—¿Quieres algo de comer? —preguntó Sara mientras sacaba algunos ingredientes de la nevera—. Prácticamente no has comido nada, y las veces que lo haces, apenas tocas la comida.
Negué en silencio. El hambre no era algo que pudiera sentir en ese momento, no con la mezcla de miedo y ansiedad que había tomado residencia en mi estómago.
Sara me observó por un momento, sus ojos intentando leer lo que estaba pasando por mi mente.
—¿No quieres hablar? —insistió, acercándose con una mirada de preocupación.
Negué nuevamente, pero le hice un gesto para que continuara hablando. Había algo en su voz que me proporcionaba un extraño consuelo, un ancla a la que podía aferrarme en medio de la tormenta.
—¿Te gusta escuchar? —preguntó, y esta vez asentí. Escuchar era lo único que podía hacer para mantener mi mente alejada del abismo al que sentía que me acercaba.
Sara suspiró, recogiendo un cuchillo y empezando a cortar verduras con movimientos precisos.
—Sé que te preocupa que Richard sea muy malo, pero solo debes ser obediente —dijo con una mezcla de consejo y advertencia en su voz—. No es un hombre fácil, pero he visto lo que puede pasar cuando alguien lo desafía.
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Sombras de poder • Richard rios
RomansaEn un mundo donde el fútbol y el narcotráfico se cruzan peligrosamente.