𝐌𝐄 𝐅𝐔𝐈, 𝐘 𝐓𝐔 𝐓𝐄 𝐐𝐔𝐄𝐃𝐀𝐒𝐓𝐄 𝐂𝐎𝐍𝐌𝐈𝐆𝐎

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Tal vez el esfuerzo es incongruente en manos de un alma encerrada en pozos profundos de los cuales no puede salir por estar encadenada desde su propia mente. Tirando y tirando de esas cadenas metálicas que no aflojan.

Tal vez, esas personas que aparentan ser fuertes, están tan rotas que la vida los acecha a diario sin motivo alguno suponiendo que se levantarán y seguirán luchando. Pero ¿y si no quiero levantarme? ¿Qué le hace creer a la maldita vida que puedo hacerlo?

Todo se me escapa de las manos como granos de arena. A pesar de mover cielo y tierra en busca de un poco de paz dentro de mi cabeza, sigo entre la oscuridad de lágrimas estancadas en la garganta que no se marchan ni porque llore por horas. «Todo irá bien, eres fuerte», me repito cada mañana mientras empujo mis piernas a correr, mientras las palabras de mamá me hacen un hueco en el pecho, y mientras los recuerdos del verano no me dejan de torturar.

Fuerte. Como Denise describió a Oliver.

Él es fuerte. Mi perro, que siempre estuvo ahí para mí desde que mi vida se estampo contra el suelo y se revolcó un millón de veces. Tuvo miedo, pero me acompañó noche tras noche viendo el destello de la luna entrar por las ventanas, sabiendo que las tristezas se acabarían en algún momento.

Me encantaría creer eso mismo. Sin embargo, siento que esto no tiene fin. La carrera no tiene línea de meta, mis sentimientos no tienen límite y mi esfuerzo no demuestra sus frutos.

Haga lo que haga, parece que la salida del laberinto se aleja cada vez más de mí, como si condenarme a sentir ese dolor la empujara a distancias inimaginables.

—Discúlpame... ¿Hola? —Escucho una tenue voz a mi costado, pero sigo sumergida lejos de la realidad. No reacciono hasta que me dan unos delicados toquecitos en el hombro—. ¿Tú atiendes este lugar?

Me incorporo de un salto del mostrador, mejoro mi postura y sonrío como si no aguantara las ganas de llorar y las presionara a esfumarse. Sigo en el trabajo, entre estanterías y estanterías de libros con precios escritos en rojo que acumulan polvo. No puedo distraerme así.

—Sí... —digo en el instante en el que levanto la vista y me encuentro con unos ojos color avellana, los cuales me miran debajo de unas cortas pestañas.

Se trata de un chico alto con abundantes rizos rojizos, pecas salpicadas por toda la cara y sonrisa vergonzosa que no había visto entrar a esta librería antes. Lleva un libro grueso en manos y repiquetea los dedos sobre la portada.

—¿En qué puedo ayudarte? —añado al notar que no reacciona.

—Puedes... Bueno, primero que nada, discúlpame si te interrumpí, tú... parecías concentrada —balbucea sin apartar la mirada y suelta una risita tonta al final.

—No te preocupes, no interrumpes en absoluto. Dime qué necesitas, así puedo darte una mano. —Me aliso el uniforme y señalo el libro que sostiene—. ¿Llevas ese?

—No.

—¿Quieres que te dé el valor? O...

—No, tampoco —me interrumpe y sonríe. Yo afirmo con el ceño algo fruncido.

—Bien, entonces... —murmuro confusa—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Necesito el segundo tomo de esta saga. —Apoya el libro en el mostrador y lo empuja hasta mí; incluso estudia mi reacción. Es el primer tomo de una saga de fantasía—. Lo llevo buscando por toda la librería y no lo encuentro, solo este estaba en la mesita de la entrada.

¿Por toda la librería? Ni siquiera me percaté que estuvo dentro merodeando en busca de su compra, necesitando ayuda un buen rato. Amber va a matarme si un cliente se marcha sin comprar de nuevo esta semana por mi falta de atención o vuelve a pedir el libro de quejas y a remarcar mi nombre en sus hojas.

EFÍMERO PRAGMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora