𝐌𝐈 𝐀𝐍𝐆𝐄𝐋 𝐕𝐈𝐒𝐓𝐄 𝐃𝐄 𝐍𝐄𝐆𝐑𝐎

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Tomo una botella de vidrio y vierto un poco de agua fresca en un vaso que saco de la alacena. Mantengo la mirada fija en la pantalla de mi celular hasta que el vaso rebalsa y chorrea por los bordes. Maldigo en voz baja. Los mensajes de la abuela Marjorie me hacen pensar en mamá y lo alocada y preocupada que está con mi desaparición repentina del departamento.

«Charlie está preguntando por ti», dice. «Va a enterarse que estás aquí tarde o temprano, Bridget. Buscará la manera. Además, sigue siendo mi hija, no podré ignorarla por mucho rato».

Quiere que me apure, que hable.

Inhalo una bocanada de aire y apoyo mis antebrazos encima de la isla. Esta era la parte que me estresaba más en la idea de escaparme de casa como una adolescente rebelde. Tendría sus consecuencias, sus líos de por medio, y ahora están lloviéndome del cielo, uno tras otro. Porque tan solo pensar en hablar con mamá y aguantar sus reproches me oscurece el día. Sé perfectamente cuánto se va a enojar, todo lo que va a sacarme en cara y lo que se va a esforzar en devolverme a Toronto.

Una vez más.

No me quiere aquí, me lo ha recordado a diario el primer mes que pasé en Toronto posterior al verano en cada discusión que armaba en consecuencia a mi frustración.

No he hablado demasiado con papá tampoco. Según él, quiere darme mi espacio sin controlar mi rutina y no hacerme sentir presionada en mantenerme en contacto con él. Y tiene un buen punto, él mismo me animó a abandonar el nido. Sin embargo, me siento sumamente lejos de mi familia estos últimos días.

Viviendo en la Estancia Drákon con mis amigos, con Pierre. Lejos de la abuela Mar, de Karl y de Charlie, sosteniendo migajas que van convirtiéndose en escándalos futuros mediante las horas transcurren.

Frunzo el ceño cuando escucho unos golpes provenientes de la planta de arriba. Golpe tras golpe, uno más potente que el otro y más furioso que el siguiente. Se supone que la casa está vacía, todos salieron hace casi una hora a ocuparse de sus distintas tareas y nos dejaron, a Oliver y a mí, solos en el espacioso silencio.

Me reincorporo y voy hasta las escaleras; tal vez esto es normal aquí por culpa de algún vecino violento y ser nueva me juega una mala pasada. Pero los ruidos no cesan y es obvio que se dan dentro de la casa, así que subo los escalones corriendo y sigo los estruendos hasta detenerme fuera de la habitación de Pierre... ahora un poco mía también.

Abro la puerta sin tocar.

Me lo encuentro a él a varios metros del tablero repleto de dagas clavadas colgado en la pared, sin camisa, lanzando un arma tras otra desde cada vez más lejos. Ninguna novedad, como si no supiera ya que su actividad favorita es practicar puntería.

—Mierda, ¡me asustaste! —chillo, él se voltea dando una carcajada—. Creí que no habías vuelto aún. ¿En qué momento entraste a la Estancia? No escuché la puerta.

—Hace diez minutos. Me asomé en la cocina, pero estabas embobada con tu celular y no quise interrumpir.

Me lanza una daga, mi don se activa después de tanto y me lleva a atraparla en el aire sin que me lo cuestione dos veces. La adrenalina me late por dentro mientras él sonríe orgulloso.

—El sigilo lo es todo.

—Eso me lo enseñaste hace tiempo.

Atravieso la habitación y me siento en el borde de la cama a observarlo proseguir. Todas las dagas se clavan en el tablero, el cual es nuevo, más amplio y menos gastado que el que usaba el verano pasado.

Le entrego el arma que recibí cuando extiende la mano hacia mí, y aprecio como se posiciona, como la lanza y acierta, como sus músculos se tensionan y aflojan dependiendo el movimiento. Me quedo en silencio, embobándome en los detalles, hasta que acaba la ronda.

EFÍMERO PRAGMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora