𝐏𝐑𝐎𝐌𝐄𝐓𝐄𝐌𝐄, 𝐍𝐎 𝐓𝐄 𝐀𝐏𝐀𝐆𝐔𝐄𝐒

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Pestañeo varias veces para acostumbrarme a la luz encandilante e intento ubicar en dónde estoy. Me siento liviana a falta de mi dragón, caliente y adormecida. De todos modos levanto la cabeza con cuidado para mirar a Pierre a la cara. Sigo entre sus brazos, sentada sobre sus piernas y acurrucada contra su torso en la orilla del acantilado en donde nos besamos anoche.

Está amaneciendo. Y, al percatarme de lo muy hipnotizado que observa el paisaje y en la luz cálida que baña su piel, me animo a desviar mis ojos hacia el frente.

El sol apenas se asoma sobre las montañas rocosas entre nubes coloridas, dando la bienvenida a un nuevo día. Se extiende por el cielo una mezcla de colores que se envuelven unos con otros. Un naranja parecido al rosa se fusiona con un lila que progresivamente se trasforma en amarillo. Es la obra de arte más viva que jamás he presenciado.

El aire revolotea en mis pulmones, tan helado como de costumbre. El canto de las aves entra por mis oídos, melódico, y Pierre me acaricia suavemente los brazos descubiertos.

Recuerdo haberme quedado dormida en la madrugada. El cansancio llegó hasta su punto máximo e, inconscientemente, cerré los ojos con la cara escondida en el cuello de Pierre. Y aquí sigo, aquí seguimos, frente a un amanecer puro.

No volvimos al sitio de acampe, Pierre no nos devolvió a las carpas a pesar de ser capaz de cargarme hasta ellas o despertarme para volar de vuelta. No puedo tomarlo como una casualidad luego de la frase de anoche. «Te mereces tantos paisajes que no me hubiese permitido no regalarte este». Lo escuché hasta en mis sueños y daría todo porque él vuelva a mencionarlo.

Miro a Pierre una vez más, dudo de hace cuánto tiempo está despierto o si durmió durante la poca noche. En esta ocasión sus ojos viajan hasta los míos y esboza una de esas hermosas sonrisas suyas.

—Hola, Bella Durmiente —susurra.

—Hola —susurro también, envuelvo mis brazos alrededor de su cuello y le dejo un beso en la mejilla—. Y no soy ninguna Bella Durmiente.

—¿No?

—No.

—Creo recordar que fuiste tú quien babeo mi hombro toda la noche. —Abro los ojos de par en par y él suelta una carcajada al respecto. Una carcajada que me agita el corazón—. No es cierto, fuiste una buena Bella Durmiente.

—¿Tan bonita como la original?

—Millones de veces más bonita que la original —contesta y me da un beso en la frente, mientras tanto entrecierro los ojos a punto de soltar una acusación.

—La Bella Durmiente es rubia, creo que algo falló en tu ecuación.

—No, yo creo que no. Mi Bella Durmiente puede cambiar las reglas. —Corre un mechón de pelo de mi cara y lo peina con sus dedos hasta donde acaba, cerca de mi cintura—. ¿Quién quiere una rubia si puede tener una pelinegra?

Me muerdo el labio inferior con una sonrisa a punto de adueñarse de mi cara, aunque ya siento mis mejillas hirviendo y centellando.

En cuanto vuelvo a acomodarme contra él para continuar vislumbrando el amanecer que va intensificando sus colores, me envuelve con sus fuertes brazos. Nos mantenemos así, sumidos en un silencio cómodo y liberal que no necesita ser llenado por más que nuestras calmadas respiraciones.

No cuento la cantidad de minutos que permanecemos entretenidos con el amanecer, sintiéndolo, pero Pierre se encarga de interrumpir la gratitud.

—¿Quieres que te cuente una historia? —pregunta en voz baja cerca de mi oreja.

—Cuéntame una historia.

Sonrío con sorpresa y me acomodo para quedar cara a cara.

—Tenía seis cuando conocí a tus abuelos en el recuentro que organizaron en Shungit —explica, lo que me recuerda al día en que me enseñó su historia por primera vez en la biblioteca vacía, dentro de la Sala de Recargas—. A partir de los nueve comencé a pasar la mayor parte de mis días con ellos, entreteniéndome de acá para allá. A Marjorie le gustaba prepararme té de cereza y tomarlo conmigo en el jardín, sentados en el césped mientras me contaba historias de dragones... Historias que ya sabes lo que desencadenaron.

EFÍMERO PRAGMADonde viven las historias. Descúbrelo ahora