Especial 1: Chris Intouch

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La vida no siempre ha sido fácil, mucho menos placentera, es uno mismo quien debe buscar esa felicidad y paz, porque el mundo no tiene intenciones de regalártela solo por existir.

Christian entendía ese concepto, lo había seguido toda su vida, igual que su padre y su padre antes de él.

"-Las cosas no se regalan, las obtienes, las ganas, ¿entendiste?" –le preguntó un día, sentado en su sillón especial, con un trago en la mano.

Él simplemente asintió, tenía ocho años, ¿qué se supone que le respondería?

Su padre era un hombre severo, las respuestas incorrectas (las que no lo complacían) no eran bienvenidas en una conversación. Su madre lo había entendido a la mala, cuando por error le exigió a su esposo que dejara de beber y obtuvo un ojo morado como respuesta.

No eran cosas que ocurrieran a menudo, su padre no era una especie de monstruo que por tener un mal día llegara repartiendo golpes, no, solo no le gustaba que le dijeran que hacer.

Al menos, eso es lo que le dijo su madre, complaciente y sumisa como siempre. Al principio no le quedaba claro por qué su madre aceptaba ese tipo de vida, no tenía sentido para él que ella estuviera dispuesta a soportar una vida que evidentemente no la complacía, pero cumplió diez y la vida comenzó a verse diferente.

"-Nunca desobedezcas a tu padrele exigió después de una reprimenda que le dejó marcas en las piernas por días—Él es el alfa de nuestra familia y le debes respeto, ¿entendido?"

Por eso su madre nunca le respondía, por eso agachaba la cabeza cuando él pasaba por su lado y no movía un solo dedo para defenderse o a su hijo cuando su padre, el más grande y fuerte de la casa, creía que necesitaban una lección.

El fuerte siempre obtiene lo que quiere, porque lucha por ello, se lo gana, mientras los débiles obedecen y guardan silencio.

Los alfas siempre habían sido la cabeza de la sociedad, eran la casta dominante, la que debía de prevalecer, quienes tenían el control absoluto de sus manadas y familias y su madre, una indefensa omega, no era nada comparada con su padre.

La jerarquía de castas podía ser confusa y abierta a debate en el mundo, pero no en su casa.

"-Los omegas solo sirven para dos cosas: darte hijos y problemas—le explicó un día, después de que en el vecindario se corriera la noticia de que su vecina había salido embarazada de un beta cualquiera—Intentaran seducirte, envolverte con sus feromonas y agujeros tibios, pero tú, hijo mío, eres un alfa. Debes de ser más fuerte, debes mostrarles quien manda."

Le creyó, después de todo, solo tenía doce años, ¿qué se supone que debía responderle?

Tiempo después descubrió que odiaba a su madre, no soportaba escucharla llorar y quejarse de una vida que no tenía la voluntad de cambiar, simplemente se sentaba a sollozar en la oscuridad, rezando por un poco de paz, en vez de levantarse y buscarla por sí misma. Si estaba en esa situación, era su culpa, ella se lo buscó, estaba en su naturaleza después de todo.

Los omegas eran lascivos, esclavos de sus instintos y deseosos por enlazarse con el alfa más fuerte y apto. Para ellos, no existía nada más allá de formar familias y arrastrar a otros con ellos.

Estaba convencido de ello, su padre lo convenció de ello, hasta que la conoció.

Se encontraba ayudando a su padre a limpiar el frente de su casa cuando una joven de cabello oscuro, alta y risueña pasó en su bicicleta justo frente a él.

Su aroma a canela y miel le erizó la piel, lo dejó anonadado por lo que parecieron horas, pero en el momento en que le sonrió, fue como si el mundo a su alrededor tuviera otro color.

Entre el amor y la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora