Capítulo 20.

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Coody estaba concentrado en moldear la arcilla, con el ceño fruncido y la lengua ligeramente asomada en señal de concentración. Estábamos trabajando en una pequeña figura de animal cuando, de repente, levantó la mirada y soltó:

—¿Puedo decirte cuñada?

Me quedé paralizada por un segundo, sosteniendo la espátula en el aire, sin saber si reír o corregirle. Sus ojos esmeralda brillaban con una mezcla de travesura e inocencia, y fue imposible no sonreír.

—No lo se Coody, crees que a Eros no le moleste que me llames así —levante las cejas.

—Puede que no —se encogió de hombros—Pero si quieres puede ser nuestro secreto.

—¿Nuestro secreto, eh? —le respondí, riendo mientras volvía a centrarme en la arcilla que teníamos enfrente—. No estoy segura de que eso funcione, Coody. Eros tiene un radar para los secretos.

Coody soltó una risa suave, continuando con la escultura, su rostro volviendo a adoptar una expresión de concentración exagerada.

—Bueno, no tiene que saberlo —dijo en voz baja, como si ya estuviera planeando toda una conspiración—. Yo puedo actuar normal. ¿Y tú?

—Yo también soy muy buena para actuar —le seguí el juego, moldeando la oreja de la figura que estábamos haciendo—. Pero si me traiciona la risa, tú te encargas de distraerlo, ¿de acuerdo?.

—Trato hecho —respondió, dándome una mirada cómplice antes de estirar su mano cubierta de arcilla hacia mí para sellar el trato con un apretón de manos.

—Ni lo pienses —le advertí—, necesito mis manos limpias para terminar esto. Tú, en cambio, ya estás hecho un desastre.

Coody miró sus manos y sonrió de oreja a oreja.

—¿Sabes? Las esculturas quedan mejor cuando no te importa ensuciarte un poco —me dijo, lanzándome una mirada desafiante mientras hundía las manos aún más en la arcilla.

No pude evitar sonreír ante su entusiasmo. Si algo había aprendido dándole clases, era que Coody no solo tenía talento, sino una increíble capacidad para convertir cualquier situación en algo divertido.

—Tienes razón —admití, mirándolo con una sonrisa—. Creo que estoy demasiado acostumbrada a mantener todo bajo control.

Coody rió, todavía metido en su "desastre creativo". Sus manos amasaban la arcilla con una libertad que yo misma envidiaba un poco.

—Eso es lo genial del arte, Abbie —dijo de repente, como si pudiera leerme la mente—. No hay reglas, ¿cierto?

Su comentario me hizo detenerme. ¿Cuándo había dejado de sentir esa libertad con la que Coody trabajaba? Tal vez en algún punto de mi vida, cuando comencé a exigirme tanto a mí misma, para complacer a mi padre, había perdido un poco de esa esencia que él mostraba con tanta naturalidad.

—Cierto —le dije, volviendo a la realidad—. No hay reglas.

En ese momento, sentí que algo había cambiado. Ya no estaba solo enseñándole a esculpir, sino que Coody, sin darse cuenta, me estaba recordando por qué había empezado a amar el arte en primer lugar.

—¡Mira! —interrumpió mis pensamientos, mostrando la figura que había estado moldeando. Era un animal indefinido, con formas extrañas y desproporcionadas, pero en sus ojos había una chispa de orgullo.

—Es... interesante —dije, intentando contener la risa.

—Es una criatura de otro mundo —me explicó con seriedad—. Las reglas de nuestro mundo no aplican aquí.

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