XXV

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El muchacho estaba hecho trisebillo detrás del casino, pero no perdía la oportunidad de insultarle. Decidió ignorar mejor los insultos, que venga, tampoco es cómo si los estuviera entendiendo demasiado; y en su mente danzó la idea de tomarle una foto así y enviársela cuando estuviera sobrio, dejándolo allí cómo una plasta.

Que Sergey le había dicho que ese rubio no importaba porque no tenía dinero; pero al mismo tiempo era hijo de uno de los amigos del canoso ese... ¿Qué hacía? ¿Hacerse el loco e irse cómo siempre? O, ¿Ahorrarle posibles problemas a su hermano? Lo pensó un poco mientras se deleitaba viendo al muchacho seguirle insultando por estarle alumbrando la puta cara, hasta que una maravillosa idea cruzó su mente.

Si lo auxiliaba, al pigmeo ese no le iba a quedar de otra más que, cuando estuviera sobrio y limpio claro, que darle un poco más de información sobre su vida; cómo un intercambio justo por haberle ayudado cuando estaba más vulnerable.

—Venga, levántate, nos vamos a casa —intentó por las buenas acercarse, dudaba que en ese estado fuera a dar batalla, pero el manotazo en su izquierda le demostró lo contrario—. Déjate ayudar, coño.

—¡Aleja tus putas manos, troglodita depravado! —después de varios gritos, logró decirle eso, aún dando manotazos y lanzando torpes patadas—¡Suéltame, marica! —se las apañó para levantarlo y cargarlo cómo un saco de cemento.

El rubio ese seguía insultándole y golpeando, haciendo demasiado escándalo, y solo para empeorar las cosas porque es que en serio no podía tener demasiada buena suerte por mucho tiempo, le terminó vomitando encima.

—Puto asco —se quejó, pero el muchacho seguía empedernido en darle pelea aunque estuviera siendo cargado sin mucho problema—. Coño, quédate quieto —le regañó, no le molestaba el vómito, había sido cubierto por cosas peores; una vez tuvo que meterse de cabeza en el pozo séptico de su barrio porque se había caído un disque poodle allí, y todo el mundo le había echado la culpa de que el mugroso perro lleno de nudos y garrapatas ese se cayó allí por su culpa.

Tener encima el vómito de un niñato millonario desheredado e intoxicado no era la peor tragedia.

¡Solo que el mugroso seguía moviéndose! En eso, junto a lo viscoso del asunto, se le resbaló, escuchó algo de metal sonar, y cuando quiso darse cuenta, a sus pies estaba el cuerpo inmóvil del rubio.

—Que puta maravilla —susurró, viendo que efectivamente ni se movía, no se tomó la molestia de averiguar con qué se había golpeado siquiera; eso no cambiaría con que el muchacho estaba muerto, ¿Cuántas ratas tendría que buscar para dar con una que tuviera una cámara para pedirle ayuda a Angello? Que la idea de pedirle ayuda a ese loco sonaba mil veces mejor que pedírsela a su hermano.

Bueno, lo primero, se quitó el canguro que llevaba puesto, quedando en franelilla. Ahora lo segundo, encargarse del maldito cuerpo, sin tener un auto, y ni idea de qué hacer realmente...

Agh, a la mierda. Concluyó mentalmente mientras marcaba el número de su hermano.

—¿Qué pasó ahora? —le preguntó éste después del primer tono.

—¿Te acuerdas del coñito rubio? —cuestionó de regreso, su hermano simplemente hizo un sonido afirmativo—. Está muerto, está detrás del casino —dijo de golpe, la llamada se cortó de igual forma.

Solo pasaron unos minutos cuando su hermano llegó, con cara de querer matarlo a él directamente, pero se acercó sin decir ni una sola palabra para inspeccionar el desastre que él solito había causado, vio cómo se agachaba frente al cuerpo y le ponía la mano en el cuello, para al final suspirar y levantarse.

—Por tu falta de ropa, deduzco que tuviste algo que ver —dijo en tono sombrío, él asintió—. No está muerto, solo está inconsciente —aclaró—. No veo sangre, pero déjame llamar a 101 para que se encargue.

222Donde viven las historias. Descúbrelo ahora