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Helena estaba sentada en el borde de su cama, el silencio de su cuarto apenas roto por el crujido del papel entre sus dedos

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Helena estaba sentada en el borde de su cama, el silencio de su cuarto apenas roto por el crujido del papel entre sus dedos. La carta que le había dejado Lord Alden era breve, pero contundente, cargada de instrucciones precisas. Mientras leía las líneas, una sonrisa se formaba en sus labios.

_"Mantén separados a Aric y Emily tanto como puedas. Seduce de nuevo al Rey, no será difícil. Lo has hecho antes. Emily debe volverse una carga, una molestia para él."_

Helena soltó una pequeña risa al recordar el pasado. Había seducido a Aric cuando era joven, apenas un muchacho, y lo había dejado con el corazón roto sin remordimiento. Ahora, las cosas eran diferentes. Aric ya no era ese joven fácil de manipular, pero tampoco había cambiado tanto como para que ella no pudiera encontrar su camino de vuelta a su corazón... o, al menos, a su cama.

Dejó la carta a un lado, exhalando lentamente mientras se levantaba del lecho. Su objetivo era claro, y Lord Alden tenía razón: no sería tan difícil. Aric todavía tenía cicatrices de lo que compartieron, y Emily... Emily era joven, inexperta, humana. Nada de lo que el reino necesitaba. Helena sabía que ella, en cambio, era la mujer adecuada para ser la reina junto a Aric. Con esa convicción, ajustó su vestido y salió de su habitación.

Mientras recorría los pasillos del castillo, una ligera corriente de aire entraba por las ventanas, despeinándole el cabello. Al pasar por una de ellas, se detuvo. Desde allí, podía ver el jardín iluminado por las suaves luces nocturnas, y, entre las sombras de la noche, divisó una figura conocida. Aric estaba allí, sentado junto a Emily, hablando en un tono bajo que no podía oír desde la distancia. Sus gestos eran suaves, casi íntimos.

Helena frunció el ceño. El Rey parecía cómodo, relajado con la joven. Aquello no encajaba con lo que ella tenía planeado. Emitió un suspiro de frustración y siguió caminando por los corredores, ignorando la punzada de celos que se instalaba en su pecho.

El castillo estaba mayormente en silencio, pero al acercarse a la sala del trono, Helena sintió una fuerza extraña tirando de ella hacia esa gran habitación. Entró con paso firme y se detuvo frente a los dos tronos. El del Rey, majestuoso, era ligeramente más grande y ornamentado, mientras que el de la Reina, a su lado, parecía vacío, esperando ser ocupado.

Helena se quedó mirando ese segundo trono. Se acercó despacio, acariciando el respaldo dorado con sus dedos. Cerró los ojos un momento, imaginándose a sí misma sentada allí, con una corona resplandeciente sobre su cabeza. Sonrió. No era una fantasía tan descabellada.

—Disfruta el momento mientras puedas, Helena —dijo una voz familiar desde la puerta.

Helena se giró, sorprendida, para encontrarse con Elio, observándola desde la entrada. Su expresión era de pura advertencia, sus ojos fijos en ella como si pudiera leer sus pensamientos.

—¿Qué haces aquí, Elio? —preguntó Helena, con una mezcla de irritación y desafío en su tono.

—Vigilándote —respondió él, con una frialdad que hizo que un escalofrío recorriera su espalda—. No intentes nada, Helena. Sabes lo que pasaría si le haces daño a Emily.

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