Parte sin título 35

2 1 0
                                    

El reino de Mina era el lugar donde se reunían los reyes y sacerdotes a generar tratados comerciales, de paz y seguramente algún que otro tipo de cosas más oscuras y desleales.

Cuando bajó de su escoba se encontró con una capital de muertos, personas vestidas todas iguales, unas túnicas de lino y descalzos; la expresión que tenían parecía la de alguien que fantaseaba con la muerte más de lo que le gustaría admitir.

Al ser extranjera y tener ropa con algo de color, llamaba la atención, pero nadie la detenía ni le preguntaba algo, solo seguían su camino como hormigas.

Mientras más al centro llegaba, esas cosas iban cambiando, las personas ya tenían calzados, telas más finas y coloridas; adornos en la cabeza y maquillaje.

El capitolio donde se encontraba el sacerdote que quería ver estaba alzado sobre hermosas columnas de mármol y varios escalones en forma de semicírculo.

Cuando subía podía verse la figura de varios dioses rodeando una mujer con la balanza, espada y una venda en los ojos; sonrió con sarcasmo, lo que menos conocían ellos era la justicia y los dioses parecía que los habían abandonado.

En su reino, que era en un continente diferente, las vistas eran más coloridas por lo que recordaba, y se llegaba a los templos en pequeños botes ya que muchos se encontraban en el agua. No sabía la razón de recordar donde había vivido cuando pisó ese lugar.

Un hombre se acercó a hablar con ella consultando la razón de su visita, pero ella se limitó a mostrarle una pequeña misiva que había recibido.

Parecía que alguien antes de la guerra ya le estaba mandando información sobre ella y sus compañeros a esa gente, y ahora que había quedado sola y vulnerable la mandaban a llamar.

Cuando ingresó a la sala que le señalaron, se encontró con una mesa rectangular y todas las sillas apuntaban a ella.

En el medio estaba sentado un hombre que los años no lo perdonaron ni un poco, era calvo y estaba perfectamente afeitado y aseado.

—¿Tú eres la mujer que derrotó a Linam Cles? —preguntó y todos los presentes clavaron su vista en ella.

—Así es. —El acento llamó la atención de un joven que se encontraba en la punta.

—Cómo sabrás, teníamos un plan en común, el cual... —Miranda lo interrumpió.

—No quiero ni escuchar ya sus planes e ideas ridículas, la única razón por la que estoy acá parada es para dar una advertencia —el aludido levantó una ceja—. Ustedes por su lado y yo por el mío, no me molesten, no me hablen y yo no los mato.

La amenaza les pareció desmedida y un poco ególatra, ¿qué le hacía creer a esa mujer que podría en contra de todos ellos?

—¿Nos matarás? —preguntó con sarcasmo un hombre y todos rieron.

—Sí, ¿la edad ya te perjudicó el oído? —Ella se rió, pero fue la única, los demás la miraron serios.

El que parecía el principal frenó la conversación y los ataques que se estaban gestando.

—¿Solamente nos mantenemos lejos de usted? —preguntó y Miranda asintió.

Cuando cerró la puerta detrás de ella, los hombres lo miraron al más anciano.

Todos habían sentido la seguridad y templanza con la cual ella los amenazó de muerte, y por más que disimulaban se sintieron intimidados.

—Esa mujer derrotó a Liman Cles sola, hizo que linchen a sus nobles en una mañana, empaló a su ejército vivo y los agujereó dejándolos como un avispero. —Todos quedaron en silencio.

Desde el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora