Capítulo 26: Los Primeros Rayos

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Los primeros rayos del sol asomaban por el horizonte, iluminando con una suave luz dorada las paredes de la casa de montaña. Marta y Fina, aún tumbadas sobre la alfombra, sintieron cómo la calidez del amanecer se sumaba a la calidez de sus cuerpos, entrelazados después de una noche tan especial. Marta abrió los ojos primero, mirando el rostro de Fina, que dormía plácidamente, con una expresión serena y una sonrisa inconsciente en sus labios. No quería despertar en aquel momento, pero se acercó para susurrarle al oído.

—Fina… el sol está saliendo —le dijo suavemente, acariciándole la mejilla.

Fina abrió los ojos lentamente y le dedicó una sonrisa que decía todo sin necesidad de palabras. Ambas se levantaron despacio, dejando atrás la manta y la alfombra que habían sido testigos de sus confesiones y risas durante toda la noche. Marta tomó la mano de Fina y la guio hacia la ventana, donde el cielo comenzaba a teñirse de colores cálidos, desde los suaves rosas y dorados hasta los tonos más intensos de naranja. Ambas se quedaron en silencio, simplemente abrazadas, viendo el amanecer en la tranquilidad de la montaña. Fue en ese instante cuando Marta sintió una paz profunda, una certeza de que estaba exactamente donde debía estar.

—Es… perfecto —susurró Fina, apoyando su cabeza en el hombro de Marta.

Marta asintió y la rodeó con sus brazos, recargando su mentón en la cabeza de Fina.

—Este es nuestro momento —le respondió Marta—. Aunque el mundo afuera sea complicado, aunque haya gente que no entienda, aquí… aquí todo es tan simple.

Tras un largo rato de abrazos y sonrisas compartidas, ambas decidieron ir a la cocina a preparar el desayuno. Entre risas y movimientos coordinados, comenzaron a batir huevos, a preparar pan tostado y a exprimir naranjas para hacer zumo. La cocina se llenó de un aroma acogedor que envolvía cada rincón y cada detalle, haciendo que ambas se sintieran como en una especie de hogar compartido. Mientras revolvía la mezcla de los huevos, Fina miraba a Marta con una mezcla de cariño y curiosidad.

—Marta… —dijo, deteniéndose un momento y mirándola directamente a los ojos—, lo de anoche… no quiero que sea la última vez. No puedo imaginarme lejos de ti.

Marta dejó de cortar el pan y se acercó a ella, colocando una mano sobre su mejilla con delicadeza. En esos ojos profundos de Fina, sentía como si el tiempo se detuviera.

—Yo tampoco quiero que sea la última vez, Fina —respondió Marta en voz baja, pero con una seguridad firme—. Anoche, descubrí que contigo… soy yo misma, sin máscaras, sin pretensiones.

Se quedaron en silencio, intercambiando miradas llenas de significado, hasta que Marta, suspirando profundamente, dejó salir el tema que ambas evitaban.

—Pero hay algo que debemos recordar, Fina… —dijo, con un matiz de tristeza en su voz—. Jaime sigue siendo mi esposo. Aunque llevamos tiempo sin vernos, sé que podría regresar en cualquier momento, y es algo que no podemos ignorar.

Fina bajó la mirada, un poco resignada, pero entendiendo que era una realidad a la que no podían darle la espalda. Marta, al notar el leve cambio en el rostro de Fina, se apresuró a tomar sus manos y le hizo una promesa.

—Si en algún momento Jaime regresa —le dijo con seguridad—, no tienes nada de que preocuparte. Esta casa es nuestro refugio, el lugar donde todo esto que hemos compartido seguirá siendo nuestro. Me encargaré de que, mientras él esté en el pueblo, yo me quede en la casa grande. Aquí no entra nadie más que tú y yo.

Fina levantó la vista y le sonrió, comprendiendo el profundo compromiso que Marta estaba tomando. Sabía que esa promesa era importante para ambas, un pacto silencioso que iba más allá de las palabras.

—¿Y lo dices en serio, Marta? —preguntó, buscando en su mirada alguna señal de duda.

—Lo digo en serio, Fina. Esta casa es nuestra, solo nuestra. Y lo será, pase lo que pase.

Terminaron de preparar el desayuno y lo llevaron al salón, donde se sentaron a disfrutarlo en una atmósfera cálida y cómplice, con una conversación ligera que les permitía saborear cada segundo juntas. Marta, con una risa traviesa, le sirvió más zumo a Fina y cambió de tema para aliviar la tensión que las había rodeado en los últimos minutos.

—Tengo que decirte algo: cocinas mejor de lo que imaginaba —bromeó, tomando un trozo de pan y mirándola con una expresión cómica.

Fina se rio, aceptando la broma.

—Tendré que enseñarte, entonces. No puedo permitir que mi… —se detuvo, dudando en qué palabra usar, antes de continuar—, que mi compañera se quede sin saber hacer una buena tortilla.

Ambas rieron, dejando que sus risas llenaran el espacio y reforzaran la complicidad que había crecido entre ellas. Entre risas y confesiones, Marta sintió que estaba viviendo el tipo de vida que siempre había deseado, una vida llena de sinceridad, de ternura y de libertad.

Sin embargo, mientras recogían la mesa, Marta notó una sombra en su mente, una pequeña inquietud que no la dejaba tranquila. Sabía que Jaime seguía siendo un obstáculo en su vida, una sombra que, aunque ausente, aún pesaba sobre ella. Pero al mirar a Fina, sintió una fuerza renovada y una determinación que la impulsaba a seguir adelante.

Después de dejar los platos y cubiertos en la cocina, ambas se quedaron en silencio unos instantes, conscientes de que la promesa que acababan de hacerse implicaba una responsabilidad mutua, una confianza inquebrantable.

Fina, acercándose a Marta, le tomó ambas manos y le dijo con voz suave:

—No importa lo que pase, Marta. No importa si las cosas se complican. Te prometo que estaré aquí, en nuestra casa, esperándote. No me iré a ningún otro lugar.

Marta, conmovida por las palabras de Fina, la abrazó con fuerza, sintiendo que en sus brazos se encontraba todo lo que había anhelado. Sabía que, con Fina a su lado, era capaz de enfrentar cualquier cosa, incluso las posibles dificultades que pudieran surgir con Jaime o con su familia.

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