Capítulo 1: El aroma del sueño

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El sol de una fría mañana de otoño asomaba tímidamente entre las calles de piedra de un barrio antiguo y elegante. Allí, en la esquina de la avenida principal, se levantaba un pequeño local recién renovado, sus cristales brillaban con la luz tenue del amanecer, y sobre la puerta, un letrero recién colgado anunciaba con letras elegantes: "Cielo de Azúcar".

Marta observaba desde la acera, inmóvil por un segundo, dejando que el momento calara profundamente en su corazón. Era la culminación de años de esfuerzo, noches en vela entre libros y recetarios antiguos, siempre soñando con abrir su propia pastelería. Su madre solía decir que tenía manos de artista, pero lo que siempre la distinguió era su meticulosidad y pasión. Marta era una mujer de gustos refinados, una lectora voraz, y amante de las cosas bellas, y todo eso se veía reflejado en el diseño del local: desde el mostrador de madera oscura tallada hasta las vitrinas de cristal que aguardaban sus creaciones más deliciosas.

Sin embargo, abrir una pastelería no era solo cuestión de buen gusto y talento culinario. Marta lo sabía bien, y por eso no estaba sola en este sueño. Dos personas indispensables la acompañaban en esta aventura. Y en ese preciso instante, las risas estridentes de esas dos voces familiares resonaron desde el interior del local, haciéndola sonreír.

—¡Luimelia! —Marta exclamó entre risas mientras empujaba la puerta de cristal, el aroma a pintura fresca mezclado con la promesa de dulce llenaba el aire.

Amelia Ledesma, una mujer imponente, de cabellera negra rizada y una sonrisa que iluminaba la habitación, estaba en medio de una animada conversación con Luisa Gómez, aunque también se hacía llamar "Luisita", su inseparable compañera de aventuras. Amelia era el tipo de persona que podía hablar con cualquiera, no importaba si era un cliente potencial o el repartidor que traía los sacos de harina, su carisma era arrollador. Marta sabía que su presencia era una bendición en el negocio; Amelia tenía ese don único para conectar con las personas, algo que ella misma siempre había envidiado.

—¡Ah, la gran emprendedora ha llegado! —exclamó Amelia al verla entrar—. Justo estábamos debatiendo qué esquina es mejor para poner las tartaletas de limón. Yo digo que deben estar aquí, en el mostrador central, ¡para que todo el mundo las vea apenas entre!

—Yo ya hice los cálculos —interrumpió Luisa, con una expresión de paciencia infinita—. Si ponemos las tartaletas ahí, las galletas de almendra quedarán muy atrás y esas son las que más margen de ganancia nos van a dar en esta primera semana. Amelia, tenemos que optimizar el espacio.

Luisa, más tranquila y meticulosa que Amelia, era la otra mitad del dúo. Siempre había sido la chica pacífica, aquella que prefería evitar las confrontaciones, hasta que conoció a Amelia. Amelia despertó en ella un carácter que Marta nunca había visto, aunque claro, siempre con una sonrisa y un toque de diplomacia. Sin embargo, si había algo en lo que Luisa destacaba era en los números. Antes de dedicarse de lleno a ayudar a Marta, había trabajado en el bar de su hermana, donde fue testigo y partícipe de la vorágine del día a día. Allí también conoció a Amelia, y desde entonces se habían vuelto inseparables, tanto que la gente del barrio las llamaba cariñosamente "Luimelia".

—Tienen razón las dos —dijo Marta, acercándose a ellas con una mezcla de ternura y gratitud—. Pero, ¿saben qué es lo importante? Que estamos aquí. Que después de tantos años, este lugar, mi lugar, por fin, es una realidad.

Las tres se miraron por un instante, conscientes de lo que ese momento significaba para Marta. No era solo una pastelería. Era el sueño de una vida.

Amelia, siempre dispuesta a romper cualquier momento de seriedad, lanzó un suspiro teatral y colocó su brazo alrededor de Marta.

—Ay, Marta, querida, lo único que nos falta es poner la música correcta y empezar a servir tartas como si fuéramos las reinas de París. ¡Hoy empieza la nueva era de Cielo de Azúcar! —dijo, levantando la mano dramáticamente.

Luisa rió suavemente mientras volvía a su libreta llena de números y cálculos, pero incluso ella no pudo evitar sentir la emoción que Amelia destilaba. 

—Bueno, no exactamente, primero tenemos que terminar de montar todo —murmuró Luisita—. Marta, las facturas ya están revisadas, el pedido de ingredientes básicos llega en un par de horas, y los uniformes para nosotras también. Lo tengo todo bajo control.

Marta suspiró con alivio. Contar con la organización meticulosa de Luisita era como tener un tesoro en sus manos. 

—Gracias, Luisita. No sé qué haría sin ti.

Amelia, que ya estaba inspeccionando los frascos de mermeladas en una de las estanterías, agregó con una sonrisa pícara:

—Ah, sin ella estarías perdida, y sin mí... bueno, no tendrías una clientela fiel que venga solo por mi encanto natural.

—O por el café gratis —añadió Luisita, levantando una ceja.

Marta rió, sintiéndose afortunada de tener a esas dos mujeres en su vida, sabiendo que juntas harían de “Cielo de Azúcar” un lugar tan especial como lo había soñado. 

El día apenas comenzaba, y la pastelería todavía tenía mucho que preparar antes de la gran inauguración, pero si algo tenía claro Marta, es que con Amelia y Luisa a su lado, estaban listas para cualquier cosa. 

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