Capítulo 2: El aroma del éxito

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Los últimos rayos del sol acariciaban las fachadas de piedra del pueblo, tiñendo el cielo de un suave color dorado. Las campanas de la iglesia resonaban en la distancia, y el bullicio del mercado cercano comenzaba a calmarse mientras los vecinos regresaban a sus casas. Pero en una esquina de la plaza central, una energía particular vibraba en el aire. El pequeño local de cristales pulidos y fachada impecable anunciaba con un letrero elegante y nuevo: Cielos de Azúcar.

Marta, desde detrás del mostrador, daba los últimos toques a los pasteles que exhibiría esa tarde. Tartaletas de limón, croissants rellenos de crema pastelera, bizcochos de frutos rojos... Toda una sinfonía de colores y aromas que había pasado días preparando junto a sus dos fieles compañeras, Amelia y Luisita. Aún no podía creerlo. Su pastelería estaba a minutos de abrir sus puertas por primera vez al público. El sueño, finalmente, se hacía realidad.

—¿Cómo va todo por aquí? —preguntó Luisita mientras entraba desde la cocina, cargando una bandeja llena de eclairs de chocolate que Marta había decorado con delicadeza.

—Creo que todo está listo —respondió Marta, limpiándose las manos en el delantal, aunque una leve tensión en sus ojos la traicionaba—. Gracias por echarme una mano en la cocina estos días, Luisita. No sé qué habría hecho sin ti.

Luisita sonrió con calidez, colocó la bandeja en su lugar y revisó los números en su libreta por enésima vez.

—Era lo mínimo que podía hacer. Además, no era tan difícil. He aprendido más de repostería contigo esta semana que en toda mi vida. Pero tranquila, Marta, todo está en orden. Los ingredientes llegaron a tiempo, los pedidos están listos, y Amelia ha hecho un trabajo espectacular corriendo la voz por el pueblo. Hoy será un éxito.

Marta asintió, sintiendo cómo los nervios en su estómago se mezclaban con una profunda emoción. Su mirada recorrió el local con orgullo. Cada detalle, desde las mesas pequeñas de madera hasta los estantes repletos de dulces, estaba tal y como lo había imaginado durante años. Y aunque el trabajo en la cocina había sido agotador —preparar tanta cantidad de dulces con solo dos pares de manos había sido una locura—, el esfuerzo valdría la pena.

Mientras tanto, en el corazón del pueblo, Amelia caminaba con paso decidido, su cabello negro y rizado ondeando ligeramente al ritmo del viento. Llevaba en las manos un paquete de folletos que había diseñado ella misma, repartiendo sonrisas y saludos a todos los vecinos que se cruzaban en su camino.

—¡No te lo pierdas! La gran inauguración de Cielos de Azúcar esta tarde, ¡pasteles, bollos y café recién hecho! —decía alegremente mientras entregaba uno de los folletos a una anciana que pasaba por allí.

Justo cuando estaba cruzando la plaza, una figura familiar apareció frente a ella. Era Fina Valero, su amiga de la infancia, aquella con la que había compartido tantas travesuras en el colegio. Fina era de las que no pasaban desapercibidas: su melena castaña, ligeramente despeinada, y esos ojos felinos, que siempre parecían estar un paso adelante, la hacían destacar. Era una mujer decidida, con una belleza que irradiaba fuerza y carácter. Al verla, Amelia no pudo evitar sonreír.

—¡Fina Valero! —exclamó Amelia, acercándose a ella con los brazos abiertos—. ¡Dios mío, cuánto tiempo!

Fina la recibió con una sonrisa ladeada, esa que siempre sugería que sabía algo que los demás no.

—Amelia Ledesma, la reina del pueblo. Ya me habían contado que andabas por aquí, pero no me esperaba verte repartiendo papeles como una vendedora ambulante —dijo Fina en tono juguetón, aunque sus ojos brillaban con la misma alegría que Amelia.

—No es cualquier papel, querida —respondió Amelia con dramatismo—. Estoy anunciando la gran inauguración de Cielos de Azúcar, la nueva pastelería de mi amiga Marta. ¡Tienes que venir! Va a ser el lugar más dulce del pueblo, te lo aseguro.

Fina arqueó una ceja, intrigada.

—¿Una pastelería, eh? Y tú ayudando. Eso no me lo habría imaginado ni en un millón de años.

Amelia rió, recordando las mil y una veces que había evitado la cocina en el colegio, y cómo Fina siempre le decía que "la paciencia no era su fuerte".

—Bueno, no es exactamente que yo esté metida en la cocina, aunque claro, mi toque está en la decoración y en atraer a los clientes. Marta es la artista, yo solo hago que todo el pueblo venga a probar sus obras maestras. Luisita y yo nos aseguramos de que todo salga a la perfección.

Fina la miró con curiosidad, dejando entrever una pizca de admiración.

—Tienes que ser realmente buena en eso de atraer gente. He oído hablar de la pastelería toda la semana, y eso que ni siquiera estaba atenta.

Amelia se inclinó ligeramente, disfrutando del momento.

—No me subestimes, Fina. Sabes que cuando me propongo algo, lo consigo. Y hoy es solo el comienzo.

Fina dejó escapar una pequeña risa, pero su mirada felina se suavizó.

—Me alegra que te esté yendo bien, Amelia. Sabes que siempre te he respetado por tu carácter.

—Pues entonces ven a la inauguración —insistió Amelia, entregándole un folleto—. Esta tarde. Prometo que te encantará, y además, ¡hay bollos gratis para los primeros en llegar!

—Eso sí que suena tentador —respondió Fina, guardando el folleto en el bolsillo de su chaqueta—. No me lo perdería por nada del mundo.

Después de despedirse con un abrazo rápido, Amelia siguió su camino, repartiendo folletos y palabras cálidas por todo el pueblo. El entusiasmo en el aire era palpable, y con cada persona que entregaba un folleto, más segura se sentía de que Cielos de Azúcar sería un éxito rotundo.

De vuelta en la pastelería, cuando el reloj finalmente marcó la hora de la inauguración, Marta respiró hondo y lanzó una mirada nerviosa a sus amigas. Amelia había regresado con una expresión triunfal, y Luisita, aunque más reservada, no podía ocultar una leve sonrisa de orgullo.

—Es el momento —susurró Marta.

Amelia tomó su mano y la apretó suavemente.

—Es tu momento, Marta. Y te prometo que todo va a salir bien.

Las puertas de Cielos de Azúcar se abrieron, y poco a poco, los vecinos comenzaron a entrar, atraídos por los aromas tentadores y las cálidas sonrisas que los recibían. Amelia, fiel a su naturaleza, se dedicó a conversar con cada persona que llegaba, mientras Luisa se aseguraba de que todo en la caja registradora funcionara como un reloj suizo.

Marta, en el corazón de su pastelería, observaba emocionada cómo el sueño de su vida cobraba vida ante sus ojos, rodeada de sus amigas y de un pueblo que pronto conocería la dulzura de su pasión.

Todo estaba donde debía estar, y el cielo, finalmente, olía a azúcar.

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