TENDRAS QUE ACOSTUMBRARTE EROS

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La encontré sentada en el suelo de la ducha, con el agua cayendo sobre ella y las lágrimas mezclándose con cada gota. Mi corazón se encogió al verla así, tan rota, tan vulnerable. No podía ni imaginar el dolor que llevaba dentro, y aunque ella me había prometido que no lloraría más por las palabras de esa mujer, aquí estábamos.

-Mía, Mía, por favor... -susurré, arrodillándome frente a ella, empapándome bajo el agua sin importar nada más.

Ella seguía llorando, y su cuerpo temblaba de angustia. Me mataba verla así, pero tenía que ser fuerte, por los dos. No iba a dejar que Evelyn siguiera metiéndose en nuestras vidas, y mucho menos que hiciera dudar a Mía de lo que sentía por ella.

-Mía, mírame -le pedí, intentando que se aferrara a mis ojos, a mis palabras, a nosotros.

Finalmente levantó la mirada, aunque la tristeza seguía presente en sus ojos.

-Te amo, ¿lo entiendes? -le dije, asegurándome de que escuchara cada palabra-. Eres la mujer de mi vida. La única mujer con la que quiero estar, la madre de nuestro hijo y de los muchos que vendrán. Tú eres mi única mujer, tú eres mi vida.

El dolor en su rostro comenzó a suavizarse, y sentí una chispa de esperanza. No iba a permitir que Evelyn nos siguiera afectando. Esto era entre Mía y yo, y nada ni nadie nos iba a separar.

-Por favor, pequeña, me has prometido que no volverías a llorar por las palabras de esa mujer -le recordé, con un tono más firme pero lleno de amor.

Mía asintió, y yo la estreché entre mis brazos, dispuesto a protegerla de cualquier cosa que intentara separarnos. Evelyn no iba a tener el poder de destrozar lo que habíamos construido juntos.

Con cuidado, la saqué de la ducha, envolviéndola en una toalla y secándola suavemente. La tristeza en sus ojos me rompía por dentro, pero iba a hacer todo lo que estuviera en mis manos para alejar esa oscuridad de su vida. La ayudé a sentarse en el borde de la bañera mientras le cepillaba el pelo, deslizándome entre sus largos mechones con calma, queriendo que sintiera que estaba aquí, que no iba a dejar que nada ni nadie nos hiciera daño.

Cuando terminé de secarle el cabello con el secador, le ayudé a ponerse uno de sus pijamas cómodos, la envolví en mis brazos y la llevé a la cama. Nos tumbamos juntos, y no pude evitar mirarla con una ternura infinita. Quería que sintiera, más allá de las palabras, cuánto la amaba y cuánto me importaba.

-Así es como quiero estar siempre, pequeña -le dije en voz baja, acariciándole la mejilla-. Cuidándote a ti y a nuestra cosita. Quiero mimarte, consentirte... quiero amarte y que me ames.

Ella me miró, y vi un brillo de emoción en sus ojos, aunque las lágrimas seguían asomando.

-Dímelo, mi amor. Dime que me amas -le susurré, necesitando escuchar esas palabras de ella.

-Te amo, Eros -respondió Mía con voz suave-. Quiero todo contigo... pero ella...

Le acaricié la mejilla, negando despacio.

-Ella no es nadie, pequeña. Solo es un obstáculo, y te prometo que pronto nos dejará en paz. Desaparecerá de nuestras vidas para siempre.

Mía respiró profundo y me miró, como si necesitara aferrarse a mis palabras para calmar sus miedos.

-¿Me lo prometes? -me preguntó con voz temblorosa, las lágrimas aún brillando en sus ojos.

-No te lo prometo, pequeña... te lo juro -le dije, apretándola con firmeza contra mí. Sabía que no descansaría hasta ver su vida libre de esa mujer.

Ella suspiró, y al fin sus lágrimas parecieron calmarse mientras se acurrucaba contra mi pecho.

Mientras Mía dormía profundamente en mis brazos, yo me quedé despierto, mirando al techo, incapaz de cerrar los ojos. El cansancio debería haberme vencido, pero la cabeza me daba vueltas, y un pensamiento persistente me mantenía en vela: tenía que hacer algo para alejar a Evelyn de nuestras vidas de una vez por todas.

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