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Parte 1

Plai recordaba bien el día en que su mundo se derrumbó por completo.

Ocurrió trece años atrás, el quince de enero, luego de una nevada. Su Kuea de tan sólo tres años lo había despertado esa mañana, riéndose y apuntando hacia fuera, diciendo que quería ir a la plaza para jugar con la nieve. Plai recordaba estar un poco fastidiado porque no le gustaba el frío y no quería salir, pero Kuea le puso esos ojitos de ciervo y no pudo negarse.

Ojalá se hubiera negado.

—Pero irás bien abrigado —le dijo, mientras lo envolvía en capas y capas de ropa, picoteando sus mejillas coloradas—, no te vas a resfriar, Ku.

—¡No achu! —concedió Kuea, riendo—. ¿Amos con ma'? —preguntó, poniéndose de pie algo tambaleante por el enorme abrigo que lo envolvía.

—No, príncipe, sólo los dos —le contestó, tomándolo en brazos para bajar las escaleras. Una vez abajo, lo dejó en el suelo otra vez—. Venga, ve a despedirte de ella. Cuando volvamos, la comida ya estará lista.

Kuea corrió a la cocina, feliz, y volvió segundos después, tomándole la mano con firmeza.

La manito de su bebé era pequeñita, suave, fácil de llevar. Plai se arrepentía de no haberlo sostenido con más firmeza. De no haber sido un mejor padre.

Llegaron al parque quince minutos después, repleto de niños jugando en los columpios, los toboganes, el lugar lleno de gritos y risas, y Kuea no tardó en correr hacia uno de los juegos, tratando de hacerse paso entre la multitud de niños y la nieve.

Plai, por otro lado, fue a una de las bancas, sentándose y tratando de cerrar con más firmeza el abrigo alrededor de su delgado cuerpo.

—¡Paaaaa! —gritaba Kuea desde el tobogán, queriendo llamar su atención—. ¡Ven, paaaaaa!

Plai se arrepentía un montón de no haberlo tomado en cuenta. De haberlo ignorado. De prestar más atención a la conversación que inició con un amigo suyo, que también llevó a sus hijos a jugar.

—¡Paaaaaaa! —la voz de Kuea sonaba ahora enojada—. ¡Jueya conmigo, pa! 

Plai fue el peor padre del mundo, y no era necesario que se lo dijeran para tenerlo claro. Kewalin jamás se lo dijo, pero él sabía que todo eso fue sólo su culpa. Su negligencia. 

Los siguientes siete años fueron un infierno para Plai.

Sólo se dio cuenta de que la vocecita chillona de Kuea no se oía, cuando los hijos de su amigo lo llamaron luego de que uno se cayera en un juego. Plai se giró hacia la multitud de niños, sus ojos escaneando en busca de su pequeño bebé.

Sin encontrarlo.

Pero pensó que debía estar en la parte de los toboganes, esperando su turno para lanzarse a uno y, mientras se acercaba a ellos con su corazón latiendo a mil por hora, esperaba que el cuerpo de Kuea apareciera. Plai lo tomaría en brazos, lo elevaría en el aire y le llenaría el rostro de besos. 

Kuea no apareció.

Se volteó, sudor en sus manos, sus ojos posándose en cada niño, como si por arte de magia uno de ellos se transformara en su Kuea, pero no ocurrió nada. Kuea no estaba.

Kuea no apareció por siete años más. No hasta que recibieron el llamado de la policía, una noche de verano, mientras ambos veían televisión.

—La policía allanó una casa hace dos noches —dijo Kit, el detective que habían contratado y que constantemente estaba bajo la pista de su hijo—, encontraron a un niño de diez años según lo que estimaron los doctores. No quiero ilusionarlos, pero...

MUÑEQUITO DE PORCELANA [LIANKUEA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora