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Parte 1

Kewalin Wattana se había casado a los veintiséis años con quien consideraba el amor de su vida, Plai Keerati, y dio inicio a su perfecta vida matrimonial. Dos años después, dio a luz a su primer hijo, Kuea Keerati, un hermoso niño de ojos brillantes y sonrisa encantadora, que enamoraba a cualquier persona que se tomara el tiempo de conocerlo.

Fue así como Kewalin tuvo una vida casi perfecta: tenía un trabajo como asistente de un ejecutivo, su marido la adoraba, y en casa le esperaba un niño perfecto que hacía sentir a su corazón cálido y feliz. La felicidad era tanta, que estuvo mucho tiempo agradecida por la vida que le tocó tener.

Hasta que, por supuesto, recibió la llamada de Plai, con su voz desesperada y rota, diciéndole que su pequeño ángel, su hermoso niño, desapareció.

Su mundo entero se derrumbó con ello.

—¿Qué tal si usas el color verde para pintar el árbol, Kuea?

Kuea no la tomó en cuenta, pero no se rindió. No iba a rendirse con su niño.

Habían pasado casi dos meses desde que encontraron a Kuea, pero el muchacho seguía internado en el hospital, bajo observación, así que Kewalin le iba a ver todos los días para seguir generando lazos con él.

Luego de que la sacaron a la fuerza, cuando Kuea se orinó y lloró, tuvo que pasar otras semanas sin verlo, lo suficiente como para estabilizarlo, para ponerlo en mejor estado. Cuando le permitieron estar con él, le cortaron el cabello, subió de peso, y ya hacía más cosas en lugar de quedarse quieto todo el día, mirando un punto fijo en la pared.

Pero sus ojos destrozados permanecían, y Kewalin se prometió que borraría esa mirada de sus ojos.

Ese día, le llevó un cuaderno de dibujos y lápices a Kuea para que el niño pintara y, aunque al principio parecía algo reacio a hacerlo, luego de mostrarle cómo pintar, se animó a comenzar.

¿Qué tan triste era eso? Kuea no sabía usar los lápices, le costó agarrarlos con firmeza, y se salía de las líneas al hacerlo. Pero, por sobre todo, pintaba los objetos con colores que no eran los típicos. 

Como ese árbol: pintaba el follaje de azul y la madera era violeta.

Sin embargo, Kewalin estaba feliz porque el chico parecía concentrado en el dibujo, mordiendo su lengua, con su expresión fija. 

Minutos después, Kuea pareció satisfecho de haber terminado, y dio vuelta la página. Su ceño se arrugó al ver el animal caricaturizado: era un perrito.

Kuea vaciló un instante, para luego mirarla con vergüenza, y apuntar al dibujo.

—¿Eso? Es un perro —dijo Kewalin.

El niño frunció más el ceño.

En todo ese tiempo, Kuea no había dicho palabra alguna ni daba indicios de escuchar. 

Su primer impulso fue escribirle a Kuea el animal que era, pero reparó en que él no sabía leer. No sabía ni leer ni escribir.

Una ola de tristeza la inundó, pero trató de disimularlo.

—Lo podemos pintar de café —dijo Kewalin, agarrando el lápiz para ofrecérselo, teniendo cuidado de no tocarlo, porque al chico no le gustaba eso.

Kuea negó con la cabeza, disgustado, y agarró otro color: rojo.

La mujer suspiró, pero sólo le sonrió al ver que volvía a pintar de forma desordenada.

MUÑEQUITO DE PORCELANA [LIANKUEA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora