La nada contra el todo

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  La luna tocaba el cenit por lo cual los chicos especulaban que eran alrededor de las doce de la noche, más ese no fue motivo suficiente para regresar a casa. Caminaron en silencio durante casi una hora y justo cuando se decidían a volver al fin, un sonido extraño llamó su atención poderosamente.

—¿Qué era eso? —Quiso saber Javier señalando a un callejón donde acababa de ver un movimiento repentino.

No lo sé pero si quieres podríamos ir a revisar.

No, no quiero.

Yo si... ¿Vamos?

¿Estás loca? Mi madre ya debe de haber afilado el hacha para matarme por llegar tan tarde a casa. Por favor, no incrementemos la pena.

—¿Pero qué hay de malo, si después de todo van a matarnos? No tiene sentido no darnos el placer de saber qué se esconde detrás de esa calle cerrada. —opinó Gabriela al mismo tiempo que aceleraba su marcha en dirección a la calle cerrada de la esquina opuesta.

De pronto, un aullido pareció surgir del interior de aquel callejón. No se trataba de un sonido al que algún oído cualquiera esté acostumbrado, sonó profundo pero dulce, como el aullido de un perro, pero con la dulzura característica de un timbre humano. El aire parecía saturado de un nerviosismo inexplicable y cada nuevo aullido fue precedido por un silencio descomunal.

Ok, ok, esto es muy raro. oíste ese sonido, ¿verdad? ¿No te sugiere que tal vez es mejor que nos vayamos de aquí?

¿No será que tienes miedo? Es solo un perro o algo por el estilo.

¡Los perros no aúllan así, Gabriela! Además, cuando aúlla un perro siempre se oyen los aullidos de otros perros de la cuadra. Ahora, en cambio, por más que esa cosa siga aullando nadie lo acompaña. Eso es muy extraño.

Si, ¿verdad? Es muy extraño. —dijo Gaby seducida por la curiosidad. Sus intenciones nunca eran malas, pero sus limitaciones si. Prácticamente no las poseía. La cosa volvió a aullar.

Esto es demasiado Gabriela. Mejor vayámonos de aquí sin hacer ruido. No queremos que esa cosa nos ataque.

Solo una mirada nada mas, solo eso y nos iremos.

  Y sin esperar confirmación de su amigo, la adolescente salió disparada en dirección al callejón. Javier no pudo hacer frente a sus propios instintos de protegerla y salió detrás de ella pero al verla frenar en seco imitó su gesto.

  La chica se detuvo en la entrada del callejón, al lado de unos cajones de madera amontonados por alguien del lugar. En su gesto se veía como si algo la tuviera perpleja, somnolienta... Algo maravilloso debía de tener anonadada su curiosidad como para que esa chica se quedara quieta observando con los ojos dibujados en una mirada perdida. Esta no era la clásica mirada de Gaby como perdida entre pensamientos inaccesibles para cualquier otro humano, esta mirada era cien por ciento expectación y eso sacó de quicio a Javier. Podía vislumbrar en ella tan solo un haz de vida, como si todo lo demás se lo hubiera devorado la figura que la tenía cautiva en su imagen, figura que el muchacho aún no lograba ver, pero tampoco deseaba hacerlo. El extraño ser volvió a aullar.

Mejor vayámonos Gaby, esto me asusta... ¡ya has viste lo suficiente! —chilló Javier con un hilo de voz, pero Gabriela no reaccionaba—. Por favor, Gaby, sabes que es peligroso quedarse a estas horas observando animales sueltos que ni sabemos lo que son. ¡Vayámonos de aquí!

  Gabriela seguía estática. Pronto, el motivo de su inactividad se hizo ver al fin. La bestia que asomó por la entrada del callejón era similar a un hombre, pero cubierto completamente de pelos de tonos marrones y blancuzcos, y con las patas traseras de un canino. Sus manos rebosaban en garras, su rostro era el de un perro rabioso, pero su tamaño superaba al de una persona humana. Sus músculos se marcaban aún por sobre el denso pelaje y Javier pudo ver una gruesa cola colgar de su parte trasera.

El circo de la luciérnagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora