El extraño de la capucha

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Protegida bajo el manto oscuro de la noche, una figura alta y delgada caminaba libremente entre las calles polvorientas. Sus pasos eran lentos pero resueltos, su perfil permanecía erguido y transmitía la sencillez de quien hace lo que más disfruta sabiendo que nadie lo molestará.

Ocasionalmente se detenía en los portales de las casas e, inmutable, observaba detenidamente los detalles de las propiedades circundantes. Disfrutaba largamente de las flores y de los sonidos de los animales mientras probaba con su mano la textura de cuanto objeto pudiera estar a su alcance. No se podía ver su rostro ya que la oscuridad era prácticamente absoluta.

En el pueblo se oían historias acerca de él y de su extraña afición por las noches sin luz. Unos decían que era un ladrón muy desquiciado que buscaba alguna oportunidad de atacar, pero que jamás la encontraba. Otros decían que se trataba de un pordiosero avergonzado de su realidad y condenado a vagar bajo la protección de las estrellas aunque, por extraño que pareciera, éstas no brillaban por donde aquel extraño ser transitaba. Algunos pensaban en tristes historias de amor, y lo relacionaban torpemente con una mujer a la cual él se sentía en la necesidad de volver a visitar, a pesar de que su horrenda apariencia no se lo permitiera. Entonces, aquella sombra se servía de la noche para poder acosarla en silencio. Muchas, muchas eran las historias. Ninguna era verdadera.

Una noche la sombra frenó abruptamente su paso y demostró nerviosismo por vez primera desde que su marcha por aquel pueblo había comenzado, puesto que unos metros más adelante, un grupo de adolescentes jugaban y reían lastimando con sus barbaries a una joven desafortunada que había caído en sus cruentas manos. Los muchachos tomaron sus pertenencias y se las repartieron sin permitir que la dama escapara. La golpearon e insultaron y pensaban llegar a hacer cosas aún peores más, a fin de no darles tiempo a efectuar sus fechorías, la figura intervino.

Por primera vez su dulce voz se hacía oír. Por primera vez su rostro, demacrado pero inocente entraba en escena dejándose alumbrar levemente por la fogata que todas las noches prendían los bárbaros en esa esquina. No se trataba, desde luego, de un caballero medieval ni mucho menos de un príncipe azul, pero aquí estaba al rescate de la damisela en peligro. Su voz, dulce pero penetrante, se alzó sobre las carcajadas e insultos que producían los bárbaros en torno a la joven dama.

Déjenla.

Solo bastó una palabra para que un mar de risas socarronas estallara en su dirección. Los bárbaros carcajeaban tanto en burla como para ocultar su nerviosismo debido al fragor que aquella situación anómala les ocasionaba. El misterio es algo extraño, nos da intriga y temor a la vez, pero siempre lo abordamos aunque nos desespere. Uno de ellos se alzó por sobre los demás dando a entender que él era que lideraba y dijo en tono desafiante.

Aja, así que sabes hablar. Y bien... ¿Cuánto pagarías para que la dejemos en libertad?

La sombra no respondió, solo lo traspasó con la mirada. Sus ojos, de un amarillo intenso, transmitían una extraña sensación de paz y melancolía.

Pronto su mano se extendió en dirección a la joven mientras comenzaba a caminar nuevamente hacia ella. De inmediato los bárbaros lo rodearon y se abocaron plenamente a la tarea de golpearlo para Luego tomar todo lo que le pertenecía y, decepcionados por tan humilde botín, arrojar el cuerpo magullado de aquel insignificante hombre frente al líder, a fin de que sea él quien decidiera si viviría o no. El líder no emitió juicio, solo se rascó la barbilla y soltó mientras se acomodaba la ropa.

—Hagan lo que quieran, a mi la que me importa es la chica.

Entonces los bárbaros entre risas y sonidos de júbilo lo alzaron sobre sus hombros y llenándolo de golpes y sacudidas lo arrojaron en un basurero sobre el cual pronto trajeron ramas de la fogata para tirarlas donde el hombre permanecía inmóvil. Sus risas se confundían con el sonido crepitante de las ardientes brasas dando tintes infernales al asunto.

El camino se vio iluminado pobremente por el fuego, demostrando las deformaciones propias de las calles de tierra donde cada arbusto escondía restos de basura y ningún automovilista pasaba por miedo a tener que reducir su velocidad cerca de los conocidísimos rufianes. Ellos eran los criminales más populares de todo el pueblo, siempre lastimando al que los incomodase y sin la necesidad de rendir cuentas a la policía puesto que nadie pensaría jamás en arrestar a sus propios hijos.

Los bárbaros no soportaban la idea de que algún posible ladrón sea no solo más conocido, sino también más apreciado que ellos en sus propias calles. Su codicia trascendía los bienes materiales llegando a situarla sobre una especie de fama o reputación que solo existía en sus cabezas, y que de algún modo los hiciera alcanzar la única cima que podían ostentar debido a sus malos caminos: ser temidos.

Las ramas encendidas cayeron una a una sobre el cuerpo del hombre y las risas cesaron para poder oír los tan anhelados gritos de dolor. No era la primera vez que ellos realizaban un acto de esa naturaleza, así que el líder solo los observaba desde lejos para no tener que ensuciarse en cosas que le resultaban pormenores.

El ritual tenía pasos bien definidos y el proceso para salir impunes frente a las opiniones del público era sencillo; solo debían arrojar las cenizas y los restos carbonizados lejos de la ciudad al acabar su fogón y dado el temor que la gente del pueblo les tenía, cualquier intención de hablar en su contra sería rápidamente reprimida por una conciencia egoísta de autoprotección presente en la mayoría de los habitantes. Eso sería todo.

Todo era siempre igual, todo cuadraba para ellos. En la medida en que no llamaran la atención siempre podrían hacer de su libertad un libertinaje sin gran escándalo, más esta vez no fue así, porque en ese basurero en lugar de oírse los gritos de un hombre en llamas el sonido que se percibió fue el de una bestia enfurecida. Pronto el rojo del fuego se confundió con la enorme figura de un animal monstruoso irguiéndose sobre sus dos patas traseras cubiertas de pelos, con las garras negras y los ojos amarillos como el sol. Sus extremidades eran largas, su cola robusta y sus dientes sobresalían sobre el enorme hocico cerrado como barrotes inquebrantables con el filo de una aguja y el grosor de una serpiente.

La bestia se abalanzó sobre los muchachos y atacó salvajemente a cada uno de los mismos valiéndose de sus garras hasta reducirlos a un macollo de lo que alguna vez fueron, dejándolos casi moribundos, pero a ninguno muerto.

Su voz cubrió la noche pronunciándose como un fuerte aullido antes de dirigir su lento tránsito hacia el líder, el cual había quedado paralizado en su sitio, observando la oscura escena con gesto aterrado en su rostro.

Al día siguiente la joven caminaba horrorizada a dar testimonio de los escalofriantes hechos que había presenciado en todos los lugares donde sea que alguien le prestara atención. De mas está decir que no fueron muchos, y pronto la muchacha cayó en manos de la justicia por las heridas de todos los hijos de los comisarios, pero gracias al silencio de los maleantes ninguna prueba fue suficiente para quitarle su libertad ni a ella, ni tampoco a la extraño figura de la cual nunca en el pueblo nadie volvió a saber.


El circo de la luciérnagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora