Melancolía. 1

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Era una tarde de lluvia cuando te vi pasar justo por mi lado y no levantar la mirada para sonreír y saludar, fue ahí cuando nuestra historia pasó frente a mis ojos y me puse a pensar con una gran tristeza.

¿Sabías que aún lo recuerdo todo?

El día en que nos conocimos teníamos sólo nueve años y pensé que si no podía ser tu amiga, entonces estaba perdida.

Solías reír conmigo de cualquier estupidez, hasta que un día comenzaste a reírte de mí y me dolió, pero me callé.

Jamás olvidaré cómo se sentían tus cálidos abrazos en invierno con tu cabello en mi rostro y ese perfume de hombre que usabas. Extraño tus manos frías, con dedos largos y uñas cortas, entre las mías en los peores momentos y las películas más emocionantes.

Me abrazabas tan fuerte que creí que no me dejarías ir.

Cuando te miro, sé que tu olor no ha cambiado; la textura de tu piel pecosa y pálida tampoco.

Tus muñecas solían tener pulseras que te regalaba, hasta que un día vi aquellas líneas rojizas horizontales y luego las viejas cicatrices blancas que se clavaban en mi pecho como dagas... Creo que no he vuelto a ser la misma después de aquella mañana en la escuela cuando vi tu antebrazo izquierdo con aquellas marcas que alguna vez yo también había tenido.

Eramos jóvenes e udiotas, supongo que por eso no hice nada. O quizá solo soy estupida.

Sabía sobre la guerra en tu interior, aquella en la que no comías, en la que vomitabas hasta tu alma en el baño de tu casa mientras tus papás dormían. Siempre supe que sufrías y no hice nada. Me quedé en silencio, llorando en la madrugada con alguna canción triste.

Tu risa, la forma en la que se achinaban los ojos cafés y las pecas resaltando en tus mejillas cuando algo te causaba mucha gracia no se me olvidan con facilidad.

Durante mucho tiempo tu sonrisa, lista para contarme alguna nueva noticia, era quien me daba la bienvenida a la escuela, pero un día desapareció. Solo miradas de soledad eran quienes me desacompañaban a las siete de la mañana.

No te molestaba subir al techo por las madrugadas para ver el amanecer conmigo, a mi lado. Moríamos de frío y no la pasábamos nada bien, pero te quedabas junto a mí sin importar cuánto pudiera dolerte la garganta al día siguiente. Subías porque sabías que ver el amanecer me limpiaba la mente y el corazón del odio hacia el otro lado del cristal, por alguna extraña razón. Subías porque no te gustaba verme llorar por una sombra de pasado.

Recuerdo a la perfección cómo se sentía tocar tu cabello rojo. No era suave, siempre lo tenías feo, esponjado y lleno de nudos, sin embargo, a mí no me molestaba peinarlo.

Te tomaba por la muñeca en las fiestas cuando habías bebido demasiado y trataba de sonreír cada vez que me insultabas. Quería protegerte y no me salió bien.

Cada rumor que oía sobre vos, lo borraba de mi mente en seguida y te abrazaba con más fuerza mientras llorabas a mi lado.

Te quería y ¡Dios, cómo te quise!

Pero las cosas pasan y aunque me dolió demasiado tener que dejar de sonreírte y, a pesar de que todavía te recuerdo con una tristeza infinita, cometiste demasiados errores.

Tuve que dejarte ir en agosto.

Dejé ir una parte de mí esa noche.

Dejé ir a mi mejor amiga. Dejé que tomaras tus caminos porque te quería muchísimo y sabía que, aunque a mí no me importase lo que la gente decía a tus espaldas, debíamos separarnos.

Cuando tenía nueve años estaba segura de que envejecerías conmigo y, aunque me doliesen las rodillas, mi espalda me matase, las cataratas interrumpieran mi vista y ya no pueda más, seguiría subiendo la escalera hacia el techo a tu lado.

No me arrepiento de haberte querido tanto. No me arrepiento de haberte llamado hermana.

El tiempo pasó demasiado rápido y ya es octubre. No he sonreído en mucho tiempo.

Pasás junto a mí en la calle con tu paraguas rojo y seguís tu camino como si se tratara de una desconocida que se moja con la lluvia por diversión.

Y está bien. Asesina mi alma. Pero está bien.

Un octubre sin vosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora