—He terminado de corregir el examen de Adam Pratt.
—¿Cuál toca ahora?
—Víctor Collingwood. —Kendra Allen alzó una ceja.
—Ah, ese déjamelo a mí. —Tomó los tres folios grapados que le ofrecía el chico—. Quiero ver cómo se defiende nuestro chico de Salzillo. —El Dylan rió cogiendo otro examen para corregir.
La profesora Allen contaba con la ayuda de un becario llamado Dylan Sayer, antiguo alumno suyo al cual tenía especial aprecio: era hijo de uno de sus contactos, lo había visto crecer. Kendra había sido su mentora desde la más tierna infancia. La tarea de la tarde consistía en corregir los exámenes sorpresa de sus alumnos de tercero y cuarto. El becario era alguien de su confianza llegando al punto de permitirle corregir por ella la mita de los ejercicios. La prueba consistía en una batería de veinte preguntas tipo test, cinco preguntas cortas y el análisis de tres obras: La Crucifixión de Murillo, Apolo y Dafne de Bernini y el Palacio de Veaux-le-Vicomte del arquitecto Le Vau. Un examen sorpresa que puso como simulacro antes del final.
—¿Cómo le fue en la exposición? No se esperaba que le dieses ese autor, seguro.
—Digamos que supo dar la talla.
Ambos volvieron al trabajo. La edad no perdonaba a la visión de Kendra obligándola a usar anteojos rectangulares y pequeños para ciertas actividades, como corregir. Su becario también llevaba lentes, algo más modernas, de pasta azul marino y rectangulares. Dylan se apartó varios rizos rubio oscuro de la frente. Llevaba rapados los lados dejando una selva ensortijada en la parte superior de la cabeza. Su piel marmórea era tan fina que le daba fragilidad. Su rostro imberbe era de querubín. Un sonoro golpe retumbó en la puerta. Con un gesto de su jefa, Dylan fue a abrirla.
El despacho estaba totalmente decorado al gusto de su dueña, con paredes rojas, alguna planta para darle vida, dos estanterías de madera bien robusta para soportar tomos y más tomos de láminas artísticas o de teorías diversas sobre una misma obra. Y como no podía ser de otro modo, varias réplicas de obras cúlmenes del Barroco tapaban algo de ese rojo oscuro. Las meninas miraban su cogote, el Baco de Caravaggio le ofrecía vino por su derecha, y en frente adyacente a la puerta, Los Niños Comiendo Uvas y Melón de Murillo le daban envidia todos los días; el melón era su fruta favorita. Barton apareció tras la puerta al ser abierta. La señora del despacho se levantó retirándose las lentes. Dylan se percató de las duras miradas que los otros intercambiaron.
—Creo que iré a por un café, profesora Allen. Con permiso. —Salió dejándolos solos. Kendra volvió a ocupar su sillón lanzando las gafas contra la mesa.
—Tú dirás, William.
—Es bastante simple, quiero que me dejes en paz.
Allen soltó una carcajada que hizo al otro fruncir el ceño. Abrió un cajón del escritorio hallando su tabaco. El médico le había advertido que dejar ese vicio insano era imperativo. Era adicta a su amiga la nicotina desde los dieciséis años, ya era vieja para cambiar sus costumbres. Mantuvo el tubo cancerígeno entre sus labios. Aún así podía hablar. La experiencia.
—Dudo mucho que vengas hasta mi despacho solo para recalcar lo que me dijiste el otro día. —Encendió su mechero de plata con tapa. La llama amarilla con base azul prendió el cigarro. Cerró los ojos para disfrutar del humo hinchando sus ennegrecidos pulmones. Expulsó el humo muy despacio, creando una ligera nube—. ¿Seguro que no es por ver mi cara bonita?
Introdujo la mano por su camisa sacando un collar: un hilo negro del cual pendía un medallón de piedra negro brillante. Ella sonrió con malicia, él la miró con desprecio. Enredó un dedo en el cordón. Diez años con ese collar al cuello. Ya no sentía el frío de la piedra, ya era parte de ella.
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Tú antes volabas. [LEER DESCRIPCIÓN]
RomanceVíctor Collingwood es un chico de veinte años. Pocos conocen su pasado, y menos personas aún saben por qué se escuda en la soledad casi absoluta, por qué tiene miedo a relacionarse con las personas. Hasta que un día, apareció él. ACTUALIZACIÓN [2022...