Necesidad

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Necesidad

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Un día más, una reunión más, un nuevo momento de una vida que llevaba días pareciendo monótona. Tom y yo estábamos esperando fuera del restaurante. Yo marco el número telefónico de aquellos con los que nos reuniremos. Llevo el móvil a mi oído y miro a la distancia escuchando el tono de llamada. Entonces te veo, estás de pie en la acera. Bajo mis lentes oscuros para poder visualizarte con más claridad, sin la película velada de los cristales. El corazón se me acelera de un solo y certero golpe. Me pongo en pie, entregándole el teléfono a Tom.

—¿Qué pasa? —pregunta él. No puedo prestarle atención a su sorpresa, no la suficiente.

—Responde tú, ya vengo —le digo, sin dejar de mirarte. Tú lo haces también, me observas y en ese momento de conectar da paso a mi reacción.

—¿A dónde vas? —pregunta mi hermano, cuando comienzo a alejarme. Te veo girar para alejarte. No, no otra vez.

—¡Tom! —exclamo, intentando contener su síndrome de hermano mayor. Él arruga el ceño.

—Al menos llévate el teléfono —lo escucho decir, pero ya no le presto atención. Tú te vas y no puedo perderte.

Llevo tantos días sin verte, tantos días sumergido en los recuerdos que me quedan de ti, en la memoria y en la piel. Son tantos días en los que repaso los momentos que hemos vivido en la penumbra de mi habitación y que desaparecen con la luz de un nuevo día.

Y quizás por eso mi corazón se ha disparado de este modo, nunca antes te había visto a plena luz del día: Hay algo diferente en el hoy ¿Qué es?

Te sigo; tus pasos llevan un ritmo acelerado, pero completamente alcanzable. Sé que me esperas, sé que estas aquí porque quieres que llegue a tu lado. Giras en una esquina y me desespero cuando dejo de verte. Mis pies me llevan con un ritmo mayor del habitual, casi acompasado con la loca carrera de mi corazón. Giro en la misma esquina, algo más estrecha, algo más oscurecida, por los altos edificios. Me miras sin dejar de caminar, tu cabello se agita, estoy a menos de diez metros de ti y las manos ya me queman por tocarte. Vuelves a girar, esta vez a mitad de calle, te pierdes de mi vista y mis pasos se aceleran. Giro, entrando por un estrecho callejón. Estás de pie en el umbral de una puerta, separada de la calle por dos escalones. Me observas; dos metros nos separan.

—¿Vienes? —me preguntas.

Por qué lo preguntas, si ya sabes lo que responderé: Siempre.

Asiento una vez. Te muerdes el labio y abres la puerta. Entras y yo subo tras de ti los dos escalones como si fuesen uno. La ansiedad comienza a ondear en mi vientre, de aquella tortuosa y exquisita forma. Entro en un pequeño y viejo recibidor, me siento de pronto, como si lo estuviese haciendo a otra dimensión, en la que la luz sólo se encuentra del otro lado de las paredes, sin fuerza para penetrar por las ventanas. Una escalera me espera, tus pasos suben por ella y yo te sigo. Empujas la única puerta entreabierta de aquel piso. Una luz mortecina viene del interior y te veo apoyada contra la pared contraria, mirándome desde ahí.

—Entra —sonríes suavemente—, no te morderé.

Ante esa aseveración mi deseo por ti aumenta. Sé que juegas con las palabras, sé que intentas incitarme y seducirme con ellas, con tu postura incluso, como si me dijeras tómame sólo con la mirada.

Entro y al cerrar la puerta llevo mi espalda contra ella, desde aquí mis ojos vagan por la habitación. No es más que una simple habitación, solitaria y silenciosa, con una cama y algunos muebles de madera, tiene pequeñas ventanas y cortinas más gruesas de lo necesario.

EróticaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora