Medianoche

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Medianoche

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—La luz de la noche se refleja en tus ojos —me dices, sentada a horcajadas sobre mí, en este sillón flotante de cristal.

—Y ¿Qué luz es esa? —pregunto, respirando profundamente y permitiendo que mis sentidos se llenen de ti y el aroma a jazmín y sándalo que traes contigo.

—La luz de todas las estrellas cuando entran en ti y buscan volver al infinito, quedando atrapadas en tus sueños —respondes.

—Mhmm —consigo liberar un sonido de comprensión, de satisfacción quizás. Siempre consigues hilar poesía cuando hablas de mí y yo no consigo ver esa magia que me adjudicas. Sin embargo, me deleito en ella, del mismo modo en que me deleito con el tacto de la piel de tu pecho al rozarla con los labios.

—Me gustan tus ojos de azul —dices, hundiendo los dedos en mi pelo, enredándolos en él.

—Pensé que te gustarían —te refieres a las lentillas que probé hoy y decidí enviar un mensaje para ti a través de la red, muchas veces lo hago, con la esperanza de que ese mundo virtual que se despliega a través de un móvil sea capaz de traspasar tiempo y espacio.

—Me gusta, ahora mismo son como el azul de la medianoche —aceptas, peinando mi pelo con ambas manos, desde la sien, hasta la nuca—. Aunque prefiero tus ojos castaños, el modo en que el abismo de tu pupila se rodea de ámbar oscuro y destella en un verde tenue que me habla del modo delicado en que percibes la esperanza.

Desde luego, consigues poesía y aunque no consigo ver lo que tú ves, te amo por permitirme amarme a través de tu visión.

Te miró intensamente, tus ojos también son hermosos, nunca he sabido definir su color, en ellos encuentro matices y me recuerdan a la vida y sus tonos, a veces grises, otras casi tan amarillos como el sol. Bajo la mirada y me quedo prendado de tus labios, están ligeramente separados, como si el amor y el ansia pudiesen entrar en ti a través de ese diminuto espacio. Quisiera profanarlos con mis dedos, la lengua y mi propia boca, pero me contengo, o lo intento. Noto el deseo arremolinado en mi sangre, empujándola para que corra más rápido y con más intensidad. En ese momento, y de forma involuntaria, hundo los dedos en tus muslos.

—Me encantas —me dices, tú también te has quedado prisionera en la imagen de mi boca.

—Demuéstralo —te pido, con un tono de exigencia que no puedo disfrazar.

¿No sabes el modo en que te busco en cada mirada que me ronda?

¿No sabes cómo grita mi alma por encontrar un lugar en medio del desastre de mi vida?

—¿Qué quieres que haga? —preguntas, aún acariciando mi nuca.

No lo comprendes o simulas no hacerlo. El mundo ante mí se cierra porque no te encuentro en él. Quiero dar los pasos que le quedan a mi vida tomado de tu mano, asido a ti a cada momento para que la armadura que muestro a los demás, al fin, sea real e indestructible. Quiero abandonar la inseguridad y el dolor, que sólo encuentran un bálsamo cuando subo a un escenario y soy todos los matices de mí mismo. Quiero sentir que pertenezco a algo, a alguien, a ti.

—Poséeme

Respiras lenta y hondamente. La demanda está hecha y la comprendes en todos los sentidos que ésta proclama. Respondes a la petición que te profeso, con el conocimiento de todas las veces en que me has tocado y con la vehemencia de la primera de ellas.

Tu boca busca la mía y muerdes mi labio en lo que parece un acto de total desespero. Sin embargo, te demoras en él, lo oprimes hasta que la presión se convierte en una caricia que disfruto como si toda mi vida se encontrara prendida a ella, como si cada parte de mi estuviese conectada a ese mínimo trozo de piel y desde ahí paso al universo que te compone, en el que me amplio y crezco. Mantengo los ojos cerrados y puedo sentir la humedad de tu boca, el toque de tu lengua que busca la mía y presiento el suspiro que vendrá, ese que liberas cuando tu cuerpo se ha tensado al extremo y luego se ablanda para mí, reconociendo el momento en que estás preparada para dejarme entrar.

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