Perfección

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Perfección

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La habitación permanece sumergida en la completa oscuridad. Mantengo los ojos cerrados y el resto de mis sentidos alerta. Sé que te acercas, algo en el aire que me rodea me lo indica. No es tu aroma; no, aún es demasiado pronto para percibirlo, pero el aire se hace más cálido, más pesado y húmedo. A veces creo que con sólo saberte cerca todo mi cuerpo responde. Entonces escucho tu voz y el corazón se me acelera. Oprimo con las manos, ligeramente la colcha de la cama en la que estoy sentada. Todavía no has entrado, permaneces en el pasillo fuera de esta habitación de hotel en la que te estás quedando. Escucho una sonrisa leve por tu parte y a continuación la puerta se abre. Una suave luz se enciende junto a ésta cuando entras. Abro los ojos y te espero. Avanzas, ignorante de mi presencia, como otras veces nos ha sucedido. Esa ignorancia convierte estos segundos en mágicos para mí. Te adentras en la habitación con la mirada puesta en tu teléfono. Te veo teclear algún mensaje, en tanto enciendes una lámpara que ilumina íntimamente el lugar.

Aún no me ves ¿No puedes presentirme?

Esa es una de las razones que siempre me llevan a callar. Muchas veces en medio de los besos he deseado decirte qué soy yo, pero el miedo a perder el mínimo instante de felicidad que me entrega tu compañía, me limita. Sí, quizás aún soy demasiado egoísta como para desprenderme de ti. Demasiado imperfecta.

Dejas de teclear, detienes tus movimientos y me observas. Tus ojos están limpios del maquillaje de antaño, ya no debería extrañarme. Tu boca cerrada marcando el silencio, con aquellos dos aros custodios que parecen guardar un secreto. Todo tú, envuelto en aquel halo de seducción que muchas veces me pregunto si será aprendido. Sin embargo, sé que no, es un privilegio con el que has nacido: tu don.

Entonces tu mirada me abandona. Dejas el teléfono sobre la mesa que tienes más cerca y comienzas a quitarte los guantes; tú y yo permanecemos en silencio mientras lo haces. Me pongo de pie y me acerco a ti. Me das la espalda, así que te rodeo con los brazos y mis manos se deslizan hacia tu pecho. Las hebras de tu chaqueta cosquillean en mi nariz. Te escucho suspirar.

—No sabía si vendrías hasta aquí —me dices.

Mis manos esbozan la forma de tu pecho, de tus hombros, y deslizan fuera de tu cuerpo aquella primera prenda de ropa.

—Llegaré a dónde estés, siempre que tú quieras... —te confieso.

Tus hombros parecen relajarse con mis palabras. La chaqueta cae al piso y permaneces de espalda a mí ¿Por qué no me miras?

Dejo que mi mejilla descanse contra tu cuerpo; está caliente. Mis dedos buscan la hebilla de tu cinturón, tus dedos acarician suavemente mis manos sin detenerme, al contrario, tu toque delicado es un aliciente para mi labor.

Beso tu espalda sobre la camiseta negra que vistes. El cinturón está libre. Tu mano se ha posado sobre la mía, haciéndola suya. La llevas a tu boca y dejas en ella un beso.

—Estoy muy cansado —me confiesas.

Es extraño, pareces disculparte por no ceder algo de ti.

—Lo sé —en ese momento te giras y me observas—. No tienes que hacer nada, sólo quiero meterte en la cama.

Sé que comprendes mis palabras por la forma en que tus ojos me miran. Tu ceño se ha fruncido muy ligeramente. Tu mente, a pesar del cansancio, está analizando.

—No busques respuestas aquí —sonrío, y toco con mi dedo el espacio entre tus cejas—, siéntelo aquí —pongo mi mano sobre el tatuaje que has puesto en tu pecho. Esa enorme petición de luz que has grabado en tu piel.

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