Placer

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Placer

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Observaba la cortina blanca mecerse con suavidad, empujada por la brisa fresca que entraba por la rendija que había dejado abierta en la ventana. La veía elevarse como si quisiera volar, vibrando en el aire casi del mismo modo en que vibraba mi simiente en la base de mi pene, atraída por el hambre voraz de tu boca que me lamía, me besaba y me succionaba hasta que me hacías soltar un gemido y cerrar los ojos, perdiendo de vista todo lo que me rodeaba, incluso a ti. Era inexplicable el modo en que se visualizaba el paraíso cuando se estaba a las puertas de un orgasmo. El desasosiego, el deseo de asirse a la vida y de desprenderse al mismo tiempo no tenía comparación. Si eras lo suficientemente consciente, conseguías mirar a través de las capas de la realidad y observar el modo en que se mueve el universo con la precisión de un relojero, aunque luego lo olvidaras. Quizás sea por eso que repetimos la sensación, tal vez buscamos un nuevo orgasmo cuando el anterior está consumado porque no nos resignamos a ser tan humanos y a estar tan dolorosamente anclados a la tierra.

El sonido de una bocina de coche que sonó a cierta distancia me hizo abrir los ojos. Te miré, parecías embelesada en tu labor de amante. Ver tu boca cerrada en torno a mi sexo me producía casi tanto placer como sentirla acariciarme. Estiré la mano y te toqué la mejilla con los dedos y la comisura del labio con el pulgar. En ocasiones buscaba la extensión de este momento de placer sólo para tenerte un poco más. Te vi liberarme y el sonido húmedo que eso produjo me hizo temblar. Tus ojos se fijaron en los míos, oscurecidos por la pasión que compartíamos y que se nos brindaba en cuotas cada vez más distantes. Te mantuviste arrodillada entre mis piernas, acariciando mi pene con suavidad, dejando que tus manos se deslizaran por la superficie erecta. No pude evitar quedar hipnotizado por ellas con las uñas delicadamente cortas y finas y el modo en orquestabas movimientos que intensificaban en mí las sensaciones que antes provocara tu boca.

—Ven aquí —te pedí, tomando una de tus muñecas para atraerte.

—Aún no —dijiste, casi en un susurro, mirando tu propio desempeño. Yo me quedé anclado a tus pezones, al modo en que se resistían a la gravedad dada su postura ligeramente inclinada, y en el casi imperceptible vaivén que el movimiento ocasionaba. Extendí una mano hasta uno de ellos y lo acaricié con el dorso de los dedos; lo sentí rozar contra cada uno y volví a temblar, esta vez el temblor llegó acompañado por un suspiro, o un gemido, o ambos a la vez. Una gota de líquido transparente brotó de la punta de mi pene resbalando hacia abajo con lentitud pesada. Me quedé observando ese hecho y me imaginé que aquella debía ser la misma densidad que tenía mi sangre en este momento, corriendo pesada por mis venas, causándome el sopor exquisito que ahora experimentaba. Te inclinaste un poco más cerca de mi sexo. La punta de tu lengua se asomó de entre tus labios, húmeda y ligeramente brillante, provocando que mi mente conectara con lo que ahora deseaba más. Tocaste el líquido cristalino que aún se mantenía como una gota redonda en la cima, con tanta elegancia que el gesto me pareció sublime, y te la llevaste dentro de la boca. Era una gota mínima, no conseguiría ni tener sabor, sin embargo resultaba excitante e inquietante imaginarme en tu interior, aunque fuese de esa forma.

Hoy has llegado con el cabello recogido y con un vestido diferente; casi me has parecido de otra época. Te acercaste con tanta lentitud que con cada pequeño paso y cada pequeña pausa mi corazón se desbocaba de ansiedad. Te acaricié el cuello con la misma suavidad con la que se acaricia el cristal. Reconocí el tacto de tu piel y me emocioné ante la expectativa de un beso.

—Hola, cariño —me dijiste, con los ojos brillantes por dos lágrimas que no derramarías, porque tu amor es demasiado valiente para dejarse abatir.

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