Inmaculado
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Me removí entre las sábanas, buscando el cobijo que estás podían darme por la noche. En medio de la confusión del sueño me sentí extraño, normalmente no necesitaba cubrirme tanto para dormir, hacía frío. Quise abrir los ojos, pero me sentí mareado, como si mi cama hubiese cambiado de lugar. La ventana no estaba al mismo lado de la habitación. La luz no entraba desde el mismo sitio. En ese momento me despejé y escuché el lamento suave de mi nueva mascota. La pequeña se lamentaba junto a la puerta que daba al jardín, y me levanté para ver qué quería.
Ya no estaba en mi residencia habitual y las horas de sueño habían cambiado para ambos. Me sentí nostálgico y el peso que me acompañaba por las noches se instaló en mi alma.
¿Ella vendría hasta aquí?
Ya lo había hecho. Me había seguido a dónde me encontraba. La extrañaba, pero ni siquiera sabía cómo decírselo. Lo único que tenía era mi silencio y la música. Expresiones que esperaba la tocaran ahí dónde sea que esté.
—¿Qué pasa? —le pregunté a la perrita que jugueteaba con su pata contra la puerta de cristal— ¿Quieres salir?
Miré al jardín oculto bajo la capa de nieve blanca y ligeramente luminosa debido a las estrellas que se dejaba entrever tras las nubes. La luna era apenas una línea cóncava en el cielo.
Y entonces la vi.
Se encontraba arrodillada en medio del blanco manto que cubría la hierba. La nieve se fundía con la tela blanca de su vestimenta, y la piel de sus brazos y sus hombros desnudos, contrastaba con el paisaje al igual que su cabello. Parecía una visión ¿Era así como los enamorados veíamos a nuestro amante?
Me pregunté si no tendría frío, y me sentí al borde de la angustia. Tiré del edredón que cubría mi cama y abrí la puerta, saliendo al jardín con él. Quise hablar, llamar su atención, pero mi garganta se cerraba por el frío. Sentí la nieve mojando mis pies, traspasando la tela de mi pantalón ¿Cómo podía permanecer aquí?
La pregunta se quedó flotando en el aire, sin respuesta. El frío comenzó a remitir. Mientras más me acercaba, menos lo sentía. Quizás la estuviese soñando. Tantas veces había llegado a esa conclusión, cuando en medio de la noche venía a mí y desaparecía antes del amanecer.
—¿Estás aquí? —le pregunté, deteniéndome tras ella. El edredón cayó de mis manos.
Se giró, me miró y sonrió con afecto.
—¿Cuándo te convencerás? —me preguntó.
—Es que la nieve me moja, pero ya no es fría —quise explicarme. Cómo podía creer que estaba aquí, si todo a mi alrededor parecía un sueño.
Rió suavemente, y el sonido causó un eco en medio del silencio de la noche.
—Ven —extendió su mano—, has ángeles de nieve conmigo —me pidió.
Me senté a su lado, sin estar convencido de lo que veía.
—¿Esto es un sueño? —insistí en saber.
Ella se acomodó a horcajadas sobre mi cadera, permitiéndome sentir el peso de su cuerpo. Puso sus manos sobre mi pecho y me empujó hasta que mi espalda rompió la nieve tras de mí. Sus labios tocaron los míos, y cerré los ojos ante la sensación húmeda de su boca. La nieve mojaba, pero no estaba fría. El aire que nos circundaba era tibio, agradable.
—¿Qué son los sueños si no realidades que aún no nos atrevemos a creer? —me miró directamente mientras pronunciaba esas palabras. Una de mis manos se posó sobre su muslo, buscando aferrarme a ella como a una realidad.
Lo necesitaba. La necesitaba.
Tantas veces me había preguntado por qué latía mi corazón cuando la sabía cerca; por qué lo hacía cuando la pensaba, cuando la anhelaba... cuando la extrañaba. Tantas veces me había preguntado por la forma rota en que mi alma la llamaba, escuchándose a sí misma en un eco lejano y solitario.
La aferré; la aferré y la besé hasta quedarme sin aliento, porque eran estos pequeños momentos en los que el sueño o la realidad, me regalaban vida para mi vida.
Ella rompió un suspiro contra mi boca, y sus manos encerraron mi rostro, sosteniéndome mientras sus labios se alimentaban de los míos. Mis manos y mis dedos buscaban sus rincones ocultos, arrancándole quejas profundas. Se humedecían con el calor de su sexo y exploraban su placer, su deseo... su entrega.
¿Alguna vez encontraría un amor tan manso y una pasión tan ardiente en ese mundo que llamamos real?
Sentí el corazón, el alma; las emociones prisioneras en mi pecho. Sentí como todo mi interior crecía sin encontrar espacio en este cuerpo pequeño y humano en el que habitaba. Ella era mi escape, mi conexión con lo maravilloso. Necesitaba irrumpir en su cuerpo, como única resistencia para acoplarme a su alma.
La sostuve y la apresé contra la nieve. Escuché el crujido suave de los copos apilados unos sobre otros de forma diminuta, rompiéndose bajo nuestro peso. Ella sonrió y yo quise hacerlo. Quería sonreír, reír; llorar... crecer. Alimentarme del amor.
Su cuerpo se arqueo hacia mí, y sus uñas se clavaron en mi piel con la misma poca piedad con que mi sexo se clavó en ella. Me recibió, como se recibe el sol en medio de la tormenta. Como un rayo cálido de luz que calienta la tierra luego del invierno. Me recibió, del mismo modo que se recibe el perdón cuando te has arrepentido del pecado hasta las lágrimas.
Me hundí en ella, sintiendo su calor; nuestro calor. Me agité en su interior, sin oír al mundo que despertaba a mi alrededor. Me enredé en sus lamentos con los propios, y permití que mi corazón latiera al compás de sus suplicas. Me llené la boca con la piel de su pecho, de su cuello, de su hombro. Mordí su cuerpo con mi deseo y la bañé con mis caricias.
Mis dedos se aferraron a su muslo, sosteniéndola para hundirme más profundamente. Buscaba el éxtasis, su éxtasis; ese momento sagrado en que el amor no es más que amor, puro amor; y la piel no es más que la cascara que nos retiene. Sus manos buscaban algo a lo que aferrarse, y por un momento intenté comprender el sufrimiento del cuerpo en busca del placer. Sus ojos me observaron atentamente, y se cerraron cuando se liberó. La sentí tensa bajo mi cuerpo, entre mis manos y mis besos. La escuché implorar durante segundos que anhelé eternos. La noté asida a mí con desesperación.
Me volvió a mirar, y en sus ojos vi la suplica. Me necesitaba junto a ella en ese viaje profundo y etéreo que es el clímax.
Cerré los ojos y dejé que mi rostro descansara contra su cuello. Me agarré a su cuerpo, me enganché, y me empujé en su interior una y otra vez hasta que mi sexo estalló dentro de ella; hasta que mi alma se encontró con la suya, y ambas se tocaron durante un instante inmaculado.
La nieve comenzó a caer. Tocaba mi espalda desnuda, mientras yo buscaba su mirada adormecida.
—Quédate —repetí el ruego que tantas veces le había hecho.
Ella acarició mi rostro y mi cabello largo. Miró las puntas de éste entre sus dedos.
—Un día no me necesitarás. Un día dejarás de sentir el mundo a través de mis caricias —sentenció. Mi alma volvía a estar sola y atrapada dentro de mi cuerpo humano.
—Nunca sucederá —afirmé, deseando convencerla.
—Sí, lo hará... y seré feliz por ti, aunque mi fantasía muera con tu felicidad.
La nieve siguió cayendo, y está vez comenzó a enfriar.
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Nació un capítulo más de Erótica. Nunca sé muy bien qué busco contar, quizás simplemente es mi visión del amor. Como me gustaría que se sintiese Bill enamorado.
Un beso enorme y espero que les guste.
Siempre en amor.
Anyara
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Erótica
EspiritualSerie de relatos eróticos que siguen una sutil línea argumentativa. Encuentros basados en el amor, la necesidad de pertenecer a alguien y de aferrar al ser amado.