3.- Corazonada.

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Tratando de ocultar su nerviosismo, la princesa se atrevió a preguntar, —volverán a salvo, ¿cierto?

—Sí, Su Alteza—, Sandro hizo una reverencia, —no lo dude.

Anelisse suspiró resignada y se dejó caer en el diván de piel que yacía en medio de la habitación, justo enfrente de la ventana que daba al jardín y por donde los últimos rayos del sol de ese día entraban.

—No se preocupe, Izan y Raziel saben muy bien cómo...

—¡No! Yo lo digo por Irina y Adiel— explicó, pero unos leves golpes en la puerta hicieron que dejara de hablar del tema por un momento; —adelante— indicó.

Algo inseguro, Nabil entró llevando una bandeja plateada, con una hermosa vajilla de porcelana de color blanco con detalles rosas, para servirle el té a la joven monarca.

—Pero; si tanto teme por ellos, ¿porqué los envió?— continuó el consejero.

—Porque sólo ellos podrían contra ese par de ¡cuidado!— exclamó Anelisse al ver cómo la redonda tetera se tambaleó a causa de Nabil.

—Lo siento—, dijo el muchacho quien, por fortuna, pudo evitar dicho accidente, luego bajó la mirada.

Al ver el semblante tímido del joven, la princesa suspiró y dijo con voz paciente, —no te preocupes, pero ten más cuidado la próxima vez, ¿de acuerdo?—, le sonrió para darle confianza, Nabil asintió y continuó con su labor, colocó la bandeja sobre la mesa y se dispuso a servir el té.

—Esos dos deben recibir un castigo, nadie se burla de Anelisse— frunció el ceño; cuando hablaba en tercera persona era porque en verdad estaba indignada.

—¿Qué fue lo que en realidad ocurrió?—, por fin Sandro se atrevió a preguntar directamente desde el incidente.

—Izan es un rebelde, ¡un sublevado!— exclamó ella, —¡mira que decirme cómo debo llevar la seguridad del reino!—, tomó la taza de té para llevarla hasta su boca, Nabil hizo una reverencia, y al ver terminada su tarea, se retiró.

—Ee ¿eso hizo?—, preguntó el consejero, pero nuevamente la charla se vio interrumpida, ahora el mayordomo tocaba a la puerta.

—Su majestad, siento la intromisión, pero no encontramos a la princesa Ayleen, no está en su habitación y tampoco en la biblioteca.

Anelisse bufó cansada, —esa niña—, masculló para sí misma, pero Sandro la escuchó claramente.

—No sé de qué se queja, si usted era igual; se escapaba de su padre cada vez que...

—¡¿Tú también?!— levantó la voz, se incorporó y le clavó la mirada

—Disculpe, no fue mi intención— bajó el rostro e hizo una marcada reverencia.

Anelisse trató de calmarse, —no Sandro, tú discúlpame, es que—, se volvió a dejar caer sobre el diván y luego suspiró para explicar, —Izan vino con la loca idea de querer movilizar y reclutar más gente para el ejército; dijo que pronto habría una guerra y que nosotros éramos el blanco. ¿Sabes lo que cuesta mover a las tropas? No iba a hacerlo, no cuando no hay motivo ni pruebas, simplemente eran sus tontas corazonadas.

Sandro la miró atento, eso tenía sentido, Izan era muy dado a actuar conforme lo intuía, una discusión entre ellos por un tema así era lógica, y Anelisse tenía toda la razón, no iba a alarmar a su pueblo si no tenía fundamentos.

—Lino—, la monarca llamó al mayordomo quien no se había movido de su lugar esperando instrucciones sobre qué hacer para encontrar a la menor de las princesas, —busquen en el jardín del lado sur; si aún así no la encuentran, háganmelo saber.

—Claro que sí, su majestad—, se inclinó y salió de la habitación.

—Ahora, mi querido amigo Sandro—, se levantó y se dirigió a la ventana, —si no te importa, quiero estar sola.


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