28. Escombros.

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Una vez que se esfumó el polvo que la explosión había provocado, las princesas y los demás pudieron observar cómo la mitad del castillo estaba en ruinas.

—¿Funcionó?— preguntó Sandro.

—¿Irina?—susurró Raziel y se encaminó hacia los escombros.

—¡Espera!— lo detuvo su hermano, —hay que tener cuidado—; se dirigió hacia Anelisse y Ayleen; —esperen aquí, por favor.

—De ninguna manera— contestó la mayor; —esto también nos involucra.

Al darse cuenta que discutir con la monarca era inútil, sólo suspiró y asintió.

Con sumo cuidado, caminaron sobre algunas rocas y objetos rotos; habían piezas de lo que claramente fue el candelabro, el favorito de Anelisse.

Como el área era extensa, decidieron separase; Elder, Raziel, Fiama y Ayleen; por otro lado Izan, Sandro y Anelisse; ya estaban completamente seguros de que no había peligro, ahora lo primordial era encontrar a los otros dos.

—No puede ser— Sandro habló para sí mismo deseando que lo que imaginaba fuera sólo una locura, puesto que divisó a unos metros unos peculiares montículos de escombros; caminó de inmediato hacia ellos y se acuclilló para desenterrar lo que temía se encontraba debajo.

Inmediatamente al notarlo, Izan y la princesa fueron hacia el consejero.

—¿Tú crees que ellos pued...?— el guerrero no terminó de formular su pregunta, puesto que parte de unas alas quedaron al descubierto al quitar Sandro unas rocas: Izan conocía al dueño de ellas.

—Nn-no puede ser— exclamó Izan al ver a su amigo, con el pecho hacia abajo pero con el rostro hacia un costado; —¡Él no puede ser tan tonto!—, exclamó molesto al ver el cuerpo inerte de su compañero.

Sandro tragó saliva nervioso tras poner los dedos en el cuello de Adiel comprobando que carecía de pulso; —Ee-está... lo siento—; no supo cómo dar la noticia, y tampoco era necesario, puesto que su rostro estaba algo pálido y su piel fría.

—¿Irina?— exclamó la monarca al notar al pelirrojo entre los brazos de Adiel, protegida por las blancas alas.

De inmediato el consejero examinarla. —¡Respira!—,informó a los presentes, luego la llamó; —¡Irina!—, la sacudió levemente yluego acarició su rostro, ella estaba tibio a comparación de quien la protegía.Un sonido gutural por parte de la pelirroja le dio ánimos al Sandro paravolverla a llamar; —¡Irina!    


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