Desde que...

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No hay nada más miserable que tener no tener infancia.

Hola, yo fui una de esas personas.

Desde que tuve el don de recordar mi infancia, todos los recuerdos están acompañados por la tristeza y malos ratos. Mi padre, Pablo, era un hombre violento que en mi madre y en mí encontraba su fuente de alivio. Mi madre, Carla, tristemente débil de carácter, era una alcohólica. Soportaba los golpes y malos tratos de mi padre sin poner muchas pegas y cuando tenía rato libre, se sumía en el alcohol para olvidarlo todo, incluso a mí. Ella me quería mucho, lo sé, pero no tenía fuerzas suficientes para protegerme del vil de mi padre. Nunca olvidaré la primera vez que me golpeó, solo tenía cinco años. Quizás me golpeó antes pero mis memorias comienzan a los cinco años.

Intento recordar buenos momentos de la infancia y me vienen muy pocos. A los seis años tuve por primera vez un amigo. Él me prestó su balón al ver cómo lo miraba con todas las ansias del mundo y nos pusimos a jugar, así comenzó nuestra amistad. Se llamaba Carlos y gracias a él yo lograba por momentos olvidar el infierno que viví en casa, que con él podía ser una niña normal. Pero al cabo de dos años su familia se mudó y él se fue con toda mi posible alegría. Me quedé otra vez sola.

Con el tiempo aprendí que sollozando no conseguía nada; dejé de lloriquear ya que nadie acudía a mis lamentos. Mi madre dejó por completo de luchar. Si antes intentaba evitar que mi padre me insultase o golpease, al cabo de los años simplemente se fue lavando sus manos del asunto. A estas alturas le daba igual todo. Nos observaba como si fuésemos una película de ver, siempre con una botella del alcohol a su lado.

Cuando comencé la escuela, fue mi lugar de escape. No tenía amigos, porque era la más pobre del colegio y la que con ­­­­­­­­peor ropa se vestía. Pero nadie se metía conmigo porque era de carácter fuerte. Bueno, al principio me burlaban y hablaban  mal de mí, ya que comencé un año más tarde además, pero yo pasaba de todo eso, por lo que se cansaron y me dejaron en paz. Tenía suficiente en mi casa como para dejar que aquí también me tratasen como a un trapo. Me gané el respeto a base de peleas, restregando a la gente en el suelo como si fuese yo un perro salvaje. Con eso ellos aprendieron a no meterse conmigo. Así que no tuve amigos, pero tampoco enemigos. Y a decir verdad, esto no me era de consuelo. Yo sabía que aunque ellos no me lo dijesen de frente, a espaldas siempre me burlaban y criticaban por mi vestimenta, por cómo me luzco y de lo sola que estoy. Era una una niña, y en esa etapa hubiera vendido mi alma por tener al menos un amigo. Cualquier persona necesita amistad en su vida. Gente con quien compartir risas tontas sin motivo, temas de debate que no tenían ningún fundamento racional, hacer cosas que realmente no te interesan pero valoras más la compañía.

Y yo carecí de esto.

Cuando cumplí trece años, mi madre se quedó embarazada. Al principio me sentía triste porque sabía que la criaturita iba a correr el mismo penoso destino que yo, solo iba a ver en su hogar miseria y tristeza. Pero al final me animé porque ella no estaría sola en el mundo como lo estuve yo; me tendría a mí. Yo la protegería de todo y de todos. Viviría y moriría por ella, por fin no estaría sola.

Durante el embarazo, intenté ayudar en todo lo que podía y evitaba a toda costa que mi madre bebiera, en lo cual no tuve mucho éxito. Ella rehusaba ir al médico y cuando yo intentaba convencerla, ella no cedía. Después de nueve largos y duros meses, nació una niña. Mi corazón saltó de alegría y por primera vez vi que la vida podía ser de otro color. Comencé a hacer tantos planes, tantas ilusiones, incluso le tenía comprada algunas ropitas (dinero que me ganaba haciendo tareas a mis compañeros). Pero cuando recibí una noticia del doctor que atendió a mi hermanita, quise morirme. Resulta que a causa de que mi madre bebiera durante el embarazo, el bebé durante su formación comenzó a desarrollar algunos problemas, y había una posibilidad de que la niña no resistiera. Nos dio los nombres técnicos pero era tan chiquita que no entendí ni la mitad de lo que dijo, y ahora no se me vienen a la cabeza sus palabras exactas. A mi no me importaron los detalles, yo solo quería que la salvasen. Pasaba todo el día en el hospital para esperar alguna mejoría. Imploraba al doctor para que la salvara, y hasta le pedí y rogué a Dios entre las lágrimas, y eso que no era muy religiosa. Rezaba cada instante  para ver si ocurría un milagro. Pero lo más temible ocurrió; la niña sólo resistió seis días y al séptimo falleció.

Mi última carta Donde viven las historias. Descúbrelo ahora