Capítulo 24

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Rick abrió los ojos.

-No puedo mover la pierna -dijo asustado.

-Has perdido la movilidad en esa pierna -dijo Daniel.

-Lo siento -dije cabizbaja.

-Nunca te debería haber regalado la pistola -se quejó.

La puerta se abrió. Era un doctor.

-Hombre, veo que se ha despertado. Y parece que ya ha descubierto lo de su pierna...

-Sí.

-Pasado mañana podrá salir. Y le daremos una silla de ruedas.

El médico comprobó que había suero en la bolsita y se fue.
Él me había hecho daño y aquí estaba su merecido, aunque me sentía mal. Pero eso era lo que quiso el destino, no lo iba a cambiar.

Dos días más tarde Rick pudo salir del hospital. Volvimos a casa en el coche de mi madre.

-¿Cuándo me puedo sacar el carné de conducir? -le preguntó Daniel a su padre.

-Cuando tú quieras, hijo.

-¿Y yo? -pregunté.

-El año que viene -respondió mi madre.

-¡Hala! ¿Por qué? -me quejé.

-Porque lo digo yo -contestó secamente.

-¿Por qué no la dejas? -le preguntó Rick a mi madre.

-¿Después de lo que te ha hecho? -dijo enfadada.

-No ha sido para tanto.

-Me da igual, hasta los dieciocho años nada.

Me enfurruñé.

Llegamos a casa. Subimos a Rick complicadamente a su habitación. Me quedé a solas con él.
-¿Cuándo le vas a decir a Daniel lo de su madre? -le pregunté.

-Cuando tenga el valor suficiente.

-Se lo tienes que decir ya o si no va a ser peor. Además, un día lo voy a soltar sin darme cuenta.

-Si se lo digo va a hacer todo lo posible por meterme entre rejas. Y entonces no tendrá padres y se quedará trastornado de por vida. ¿Eso es lo que quieres?

-Pero si no se lo dices le harás más daño. Rick, díselo.

-Vale -dijo con tono aburrido-, pero las consecuencias no van a ser buenas.

-Me da igual que las consecuencias sean buenas o malas pero no puede vivir con una mentira tan gorda como esa.

-Está bien... -dijo con tono cansado-. Si viene a verme, se lo diré.

Salí de su habitación para introducirme luego en la mía. Comencé un nuevo dibujo. Al rato escuché gritos y un portazo. Me estremecí. Hablaría con Daniel más tarde.

Una hora o dos más tarde decidí ir a hablar con Daniel. Llamé a la puerta y entré. Él miraba fijamente a un punto concreto de la habitación mientras tocaba una canción triste con la guitarra. Estaba serio, tenía los ojos acuosos y rojos de llorar. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Me acerqué poco a poco a él.

-Daniel, yo...

Paró de tocar la guitarra.

-Lo sabías -dijo sin mirarme mientras una lágrima recorría su mejilla.

-No... O sea, sí, pero...

-Me lo ocultaste.

-Te lo quería decir pero tu padre no me dejó.

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