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<<Amber, ¿Dónde estás?>> , le escribí a través de wathsapp a mi mejor amiga. Me extrañó no encontrarla frente a las escaleras que daban acceso al edificio dónde dábamos clase.

<<Ya estoy dentro del recinto. Hoy había mucho trafico>>, me contestó al instante.

El único tema de conversación del alumnado de la academia era la muerte del profesor Robbins. Las redes sociales hervían con lo ocurrido. Los que tenían el humor más negro, ya había aplicado photoshop a la fotografía en la que aparecía su cadáver. Pasados unos días, tenía que confesar que alguna de las imágenes me habían sacado una sonrisa.

Hoy iba a ser el primer día del nuevo profesor.

-¡Hola Emily!- me saludó mi amiga.

-¡Hola Amber!- le contesté con entusiasmo.

-¿Que sabes acerca del nuevo profesor?- me preguntó.

-¡No sé nada de nada!- confiesé disculpándome.

-Pues si tú siendo quién eres no sabes nada...- comentó con desdén.

-¡Cállate Amber!- le regañé- Alguien podría oírte.

Y es qué en la Academia Perkins nadie sabía que era la sobrina del director y, por ende, que la academia era propiedad de mí familia. Aunque mi nombre fuese Emily Perkins, había miles de personas que se apellidan Perkins. 
La relación entre mí tío y yo era fría, y jamás acudíamos juntos al recinto. ¿Quién se podría imaginar que pertenecíamos a la misma familia? Además, él estaba de acuerdo con que no difundiesemos nuestros lazos familiares.

Al llegar a nuestra aula, soportamos una tediosa primera hora de matemáticas y, con el cambio de clase, nos mantuvimos expectantes ante la llegada del nuevo profesor de literatura.

Cuando entró por la puerta, puntual cómo un reloj, todos nos dispusimos a ocupar nuestros pupitres. Antes dé qué Amber se sentara, le pedí que me cambiara el sitio para así situarme en primera fila. ¡Estaba aburrida y tenía pensado entretenerme provocando al recién llegado!

A primera vista, al nuevo docente parecía que su madre le compraba la ropa en la misma tienda dónde su abuela compraba la ropa para su abuelo. Era así o había viajado en el tiempo desde el pasado. El susodicho, llevaba gafas de pasta negra, que, por el grosor del cristal, debía necesitar incluso para dormir. Para acabar de rematar su look, tenía el pelo tan engominado que parecía que lo llevase mojado y la perfecta raya al lado con el que lo peinaba, me da escalofríos.

Sin embargo, había algo en él que me resultaba atractivo. Bajo esa clásica camisa y el no menos clásico jersey de cuello de pico, se adivinaban unos músculos de infarto. ¡Sin duda eran fruto de trasladar de un lado para otro los libros de lectura obligatoria de nuestra asignatura!

Tras repasarle con la mirada, me giré en el acto para comentar con Amber que le ha parecido a ella. Amber me miró torciendo el gesto. Acto seguido movió la mano balanceándola de un lado para otro. Vaya, que en una escala del 1 al 10, y siempre según su criterio, el maestro novato recibiría un aprobado raspado.

Después de haber llegado a un consenso con ella, me volví para centrar mi vista al frente. Por un instante,  las miradas del profesor y la mía se cruzaron. Sus ojos eran intensos y arrebatadores, pero él aparenta ser tímido y reservado. Confusa, esperé con anhelo a escuchar su voz. Me atraían especialmente el tono de voz de los hombres, y me intrigaba escuchar la suya.

Tras colocar en su mesa el material que traía, el profesor se dispuso a pasar lista para establecer así una correspondencia entre los nombres del listado y la imagen de cada alumno. Finalmente descubrí que su voz era grave y cargada de matices. ¡Ese hombre era la descripción gráfica de la contradicción!
Cuando escuché mi nombre de sus labios, levanté inmediatamente la mano para que supiera que ese era mí nombre. Sus ojos me escrutaron durante unos instantes y, al percatarme, descruzé mis largas piernas para volver a cruzarlas después.

La falda de mi uniforme solía resultar inusualmente corta. Siempre le decía a mi tío que era por qué crecía muy deprisa, pero en realidad me encantaba lucir piernas. Además, aquel día no hacía el suficiente frío cómo para usar medias y llevaba los calcetines largos hasta la rodilla que forman parte del atuendo oficial de la Academia Perkins.

Cuando todos los alumnos se hubieron presentado, el profesor escribió su nombre en la pizarra: Spencer Lawson.
Nos adviertió que esperaba de nosotros la mejor de las predisposiciones, y, a continuación, abrió uno de sus libros y nos soltó una parrafada que aburriría hasta a las piedras.
Para celebrar nuestra primera clase juntos, nos encomendó unos ejercicios cómo tarea para el día siguiente que, por si fuera poco, debían completarse con una redacción acerca de nuestro deseo más ferviente. ¡ Y mí malvada imaginación se puso en marcha!

Al instante, se me ocurrió un tema que podría resultar interesante, escribiría sobre cuanto deseaba... ¡ a mí nuevo profesor!
Sería divertido fabular a cerca de cómo sería acariciar ese cuerpazo que se ocultaba bajo tanta formalidad... ¿Cómo se comportaría en la intimidad?
Por supuesto, escribiría mí redacción sin nombrarle, claro está, pero con las suficientes pistas para que se sintiera aludido.

Con las ideas claras, decidí añadir a la jornada una jugada de última hora. Sobre la bocina que anunciaba el cambio de clase, me acerqué a la mesa del profesor mientras recogía sus cosas.

-Señor Lawson... me gustaría tener una tutoría con usted... tengo algunas dudas sobre la lección de hoy- le pedí mirándole intensamente a los ojos.

-¿Tutoría? Pues no sé sí tengo alguna hora disponible...- se cuestionó con nerviosismo mientras buscaba su agenda. ¿Es que no sabía lo que eran las nuevas tecnologías?

El profesor Lawson sabía a ciencia cierta que la agenda está prácticamente en blanco, pero la consultó de todos modos. Se percató de que me había dado cuenta dé qué no tenía citas para ese día y se vió obligado a concederme una.

Primer día, primer imprevisto, pensó él. Cabe mencionar que no sabía en que puñetas consistía una tutoría, y no controlar lo que podría pasar le podía poner en un aprieto.

-¿Que le parece hoy a las cinco de la tarde, señorita Perkins?- me preguntó con seriedad.

-Me parece perfecto- contesté mordiéndome el labio.

¡Al final parece que ese rutinario jueves iba a acabar resultándome divertido!

SEDUCIENDO A MI PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora