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Aquél domingo, la pereza me mantenía retenida en mí cama. Y, tras varios intentos fallidos, decidí levantarme sin más.
Después de asearme y vestirme con unos tejanos y una camiseta, bajé a la planta principal. Mi tío hacia horas que se había levantado y leía una novela acomodado en su butaca favorita.

-Buenos días, Emily- me saludó.

-Buenos días, tío Howard- le respondí.

-Emily, después de desayunar me gustaría que te vistieses. Quiero que me acompañes a atender un asunto- me dijo.

-Así lo haré- le confirmé.

Cuando mi tío me pedía que le acompañara a atender un asunto, siempre se refería a algo relacionado con las finanzas o propiedades de la familia.
Para tales acontecimientos, la definición de vestirse a la que se refería mí tío, consistía en lucir uno de esos atuendos de oficinista recatada que tantos años me echaban encima.
Se avecinaba una soporífera mañana, con almuerzo incluido, que amenazaba con qué la jornada me resultaría interminable. ¡Que fastidio!

Cuando salimos de la mansión Perkins, el chofer nos trasladó a un edificio cercano a la Laidley Tower, situado en el downtown de Charleston.
Mi tío y yo subimos en el ascensor hasta el ático. Y, tras introducir la llave en la cerradura, abrió de par en par la puerta de una vivienda.

Ante nosotros había un amplio y luminoso apartamento. Su mobiliario no se asemejaba en nada al recargado estilo de los muebles de la mansión Perkins. La decoración pretendía ser funcional, y sus colores armonizaban con las líneas simples y puras de los enseres que la componían.
En aquel lugar,las carísimas antiguedades con las que estaba acostumbrada a convivir, brillaban por su ausencia. Lo más viejo que pude obserbar fueron los electrodomésticos, que parecían ser la última novedad de hacía una década.

La vivienda permanecía impoluta. Sus suelos relucían y no se atisbaba mota de polvo sobre superficie alguna.
En el recibidor había un perchero. De él colgaba la americana de un traje de chaqueta de caballero. A los pies del mismo descansaba un maletín de piel oscura.
 Sobre la pequeña mesita de centro que había frente al sofá, reposaba un teléfono móvil con la batería agotada. La verdad es que el modelo estaba tan obsoleto que era digno de estar en un museo.

Aunque el sitio estaba desangelado, la inquietante sensación dé qué el propietario entraría por la puerta en cualquier momento, me mantenía alerta.

A lo lejos advertí la presencia de unos retratos. Los marcos eran todos de color negro, aunque tenían diferentes texturas y acabados. Cuando me dispuse a observarlos más de cerca, mi tío se dirigió a mí.

-Emily... este apartamento era de tú padre- me comunicó.

Yo me quedé perpleja. Mí tío jamás me hablaba de su hermano. El tema de mis padres era tabú en nuestras conversaciones. Supuse qué, ante mi inminente mayoría de edad, había decidido sincerarse conmigo. En mí interior siempre había añorado algo que no recordaba haber tenido, la idealizada familia de la qué había carecido.

-Vaya...- fue lo único que acerté a decir.

A continuación, mi tío me acompañó hasta una de las habitaciones del apartamento. La estancia hacía las veces de despacho. En ella había un gran escritorio y una silla, una estantería de pared a pared repleta de libros, trofeos y fotografías varias y un mueble metálico con ruedas que soportaba el gran peso de un televisor, con una abultada parte trasera, que aportaba pistas sobre su antigüedad. Bajo él había un reproductor VHS y numerosas cintas qué, por su rudimentaria rotulación a base de bolígrafo, parecían ser grabaciones caseras.

Mi tío me indicó que me sentara en una butaca que había junto a la pared. Él conectó los aparatos a la corriente eléctrica. Y, con la ayuda del mando a distancia, accionó la reproducción de una de las cintas. Nada más contemplar las primeras imágenes, sentí la imperiosa necesidad de llorar. Me reconocí enseguida en ellas.

  <<¡Papi! ¡Papi! ¡Mira! ¡Lluvia de hojas! >>- exclamaba una pequeña versión de mí misma correteando bajo los árboles del terreno trasero de la mansión Perkins.

  <<¡Papá, mira, papá!>>- insistía con una vocecilla aguda y vivaracha-<<Este es mi árbol favorito, se llama Francis cómo tú, papi. Y este es Howard- decía señalando otro de los árboles- se llama cómo tú, tío Howard>>- aseguraba mirando a cámara.

Mi padre seguía mis pasos de cerca. Trataba de abotonar mi abrigo para que no me acatarrara con los primeros fríos del otoño.
Mi tío Howard era quién grababa las imágenes. En ellas mi persona era la que captaba toda su atención. Mi padre aparecía fugazmente en un par de ocasiones, pero la ausencia de planos generales me dificultaba apreciar la localización del lugar.

En el vídeo, yo era la única protagonista. Todas mis acciones, así cómo mis comentarios, eran contestados con risas y amorosas palabras. Mi tío sonreía rememorándolas y, verle sonreír, era una cosa poca habitual. En el momento en el que se percató dé qué lloraba en silencio, pausó la reproducción y trató de consolarme.

-¿Por qué lo hizo, tío Howard? ¿Por qué se suicidó?- le pregunté entre lágrimas.

-Emily, él te quería muchísimo, pequeña. Tú eras lo único que daba sentido a su vida- me aseguró.

-¿Entonces, por qué me dejó?- le cuestioné.

-Francis era un emprendedor nato, pero tuvo una mala racha en los negocios. Además, su matrimonio hacía aguas. Tú madre era una mujer impulsiva e irresponsable. Se comportaba cómo una niña malcriada y consentida más que cómo una madre de familia. Le era infiel a tú padre con el primero que pasaba, pero él siempre acababa perdonándola.
Mí hermano se culpaba por no estar el suficiente tiempo en casa, por no dedicarte más tiempo- me aclaró- No fue capaz de gestionar la presión que soportaba y, cuando ella le confesó que realmente no eras su hija biológica, decidió quitarse la vida.

-¿Y mi madre, por qué me abandonó?

-Cuando renunció a tu custodia, y te dejó a mí cargo, sólo me dijo que pretendía rehacer su vida libre de cargas. No sabía lo que se perdía- me aseguró acariciando amorosamente mí rostro.

Yo me abracé a él cómo rara vez hacía. Necesitaba el calor de la única familia que había conocido.

Instantes más tarde, el estridente sonido del timbre hizo que nos distanciásemos.
Acompañé a mi tío al salón y me acomodé en el sofá mientras él abría la puerta.

Dos hombres trajeados cargados con sendos maletines repletos de documentos, se adentraron en el apartamento. Ambos se situaron frente a mí y, tras recibir el permiso de mi tío, pusieron sobre la mesa multitud de documentos a la espera dé qué los firmase.

-Emily, en unos días cumplirás dieciocho años y heredarás las propiedades que pertenecían a tú padre. El señor Benson y el señor Malone son abogados de confianza y han preparado estos documentos para facilitar el cambio de nombre de las propiedades- me explicó.

Yo me dispuse, pluma en mano, a plasmar mi rúbrica en ellos.

-Tío Howard, ¿debo leerlos antes de firmarlos?- le pregunté buscando su aprobación.

-No te preocupes por eso, Emily. Los he revisado con anterioridad- afirmó.

Firmé decenas de documentos, tantos qué empecé a sentir un leve malestar en la muñeca. Resultaba que ahora sería propietaria de ese apartamento y no sé cuantas cosas más. Yo qué, la máxima responsabilidad que había tenido en toda mí vida, era decidir que pintalabios utilizar.

SEDUCIENDO A MI PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora