15

1K 50 0
                                    

El jueves, fingir que no me había recuperado del dolor de estómago ya no me sirvió de excusa, y tuve que acudir a clase.
No tenía clase de literatura, y así me evitaría tener que volver a ver a Spencer. Al menos, eso me sirvió de consuelo.

Antes de la hora del almuerzo, teníamos clase de educación física. Y, cómo me había ausentado el día anterior, el profesor de matemáticas tuvo que indicarme cuales eran los ejercicios de algebra que habían resuelto durante la clase de ayer.
Por ese motivo, salí la última del aula. Ya en el pasillo, pude observar a dos de mis compañeros. Se habían quedado rezagados del resto del grupo, que ya iba camino de los vestuarios. 
Con la bolsa de deporte al hombro, me dispuse a dirigirme al gimnasio. Mientras caminaba aproveché para revisar mi teléfono móvil, por lo qué no me percaté dé qué Spencer salía del aula de audiovisuales.
Al alzar la vista, nuestras miradas entraron en contacto, y él se dirigió a mí.

-¡Emily!- dijo sujetando mi brazo con  intención dé qué me detuviera.

-¡No!- le contesté antes de echar a correr hacia el baño de chicas para refugiarme en su interior.

Spencer se aseguró dé qué nadie nos hubiera visto antes de seguirme hasta allí. Las clases ya habían empezado y el lugar estaba poco transitado.
Además, él disponía de una hora libre antes de la siguiente hora lectiva.

Después de entrar en uno de los habitáculos de los retretes, cerré la puerta con pestillo. Lo último que me esperaba es qué Spencer se adentraría  allí también.

-¿Emily...?- me nombró.

-¡Lárgate!- le respondí- ¡Y, por si no te has dado cuenta, este es el baño de las chicas!

-Tienes que escucharme, pequeña...- me suplicó acercándose a la puerta del retrete en el qué me ocultaba.

-¡No quiero volver a saber nada de ti!- añadí.

-¡Si eso es verdad, abre la puerta y dímelo a la cara!- me exigió.

Yo era consciente dé qué no iba a ser capaz de hacerlo. Al tenerle tan cerca, me desmoronaría. No podría mirarle a los ojos y decirle que ya no quería verle más, porque era mentira.

Instantes después desbloqueé la puerta y me situé frente a él.

-¡Emily, te quiero! Mírame a los ojos y dime que no sientes nada por mí. Si lo haces, te dejaré en paz- me aseguró.

-¡No puedo!- confesé.

Tras pronunciar esas palabras, Spencer me introdujo de nuevo en el habitáculo del retrete y se adentró conmigo en él para acabar cerrando el pestillo después.

Ahora que le tenía en frente, me daba cuenta dé qué le amaba y le odiaba a partes iguales. Estaba enfadada con él, pero su presencia iluminaba mí corazón.

Spencer se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo trasero de su pantalón. A continuación, asaltó mis labios, que se rindieron a sus tórridos besos.
Sus manos se perdieron por mi cuerpo con posesión. Y, cada una de sus caricias, provocaban que mí cuerpo entrara en combustión.

Me colgué de su cuello enredando mis dedos en su despeinado cabello. Mis manos estaban sedientas de su cuerpo y ansiaban recuperar los arrumacos perdidos, la falta de su piel .

Sin más preámbulos, me alzó para sentarme sobre la cisterna del retrete y, a continuación, bajó mí ropa interior.
El deseo me mantenía expectante. Y sabía que, para él, darme placer era lo más importante.
En el momento en qué sus manos recorrieron mis piernas, ascendiendo, se me puso la carne de gallina.

Spencer devoró con voracidad la parte interna de mis muslos. Y cuando su boca se acercaba peligrosamente a mi sexo, contuve la respiración. Él, al observar mi reacción, alzó su mirada dejando que la intensidad de la misma cautivara mis ojos. Después esbozó una pícara sonrisa.

Para cuando sus manos retiraron la falda de mi uniforme, su boca se dispuso a devorar mi clítoris. Tuve que retener mis gemidos atrapándolos con mi mano. Pretendía calmar su apetito alimentándose de mí entrepierna. Su lengua ansiosa exploraba cada recoveco de mi intimidad haciéndome enloquecer.
El placer me invadía a cada instante. Gozaba de cada sensación. Me complacía con cada lección que me daba, invitándome a dejarme llevar por su maestría.

Estaba absorta y rendida ante la experiencia que Spencer me demostraba, y creí morir de placer cuando introdujo uno de sus dedos en mí interior. Pero antes dé qué mis jadeos sobresaltaran mi pecho, él retiró su dedo para acto seguido volverlo a introducirlo.
Yo no era capaz de asimilar todo lo que estaba disfrutando. Sus manos, su boca, todo él se dedicaba a mí.

Mi cuerpo empezó a convulsionarse fruto del placer que experimentaba, pero Spencer no se detuvo. Su boca me saboreaba. Su dedo seguía jugando dentro de mí.
Cuando le di la bienvenida al orgasmo, Spencer me retuvo por los muslos, inmovilizándome. Acto seguido hundió su rostro en mi sexo adueñándose así del fruto de nuestra pasión. Su cara de satisfacción era un reflejo de la mía. Al instante, acercó su mano a mis labios.

-Pruébate. Así es cómo sabes... - dijo introduciendo el dedo que había estado en mi interior dentro de mi boca. Yo lo saboreé con curiosidad mientras su mirada lasciva supervisaba cada una de mis reacciones.

Sin mediar palabra, Spencer me tomó poniéndome contra la pared. Al instante se bajó la bragueta y liberó su erección. Ésta se abrió paso entre mis nalgas asaltando mi sexo.

Selló mi boca con su mano mientras me penetraba salvajemente. Su plenitud me volvió loca de placer. Sus rudas envestidas eran el método por el qué pretendía alcanzar el placer más absoluto y, con su fogosidad, me invitó a acompañarle en su viaje. Retuve sus dedos entre mis dientes disfrutando de lo que me ofrecía. Cada vez que me completaba me elevaba un peldaño más en la escalera que llevaba al séptimo cielo y esa sublime sensación no se hizo esperar. Spencer arremetió contra mi cuerpo repetidas veces antes de liberarse en mi interior. A su vez yo alcancé el clímax quedándome exhausta entre sus brazos.

Cuando Spencer me dio la vuelta para besar mis labios, apenas era capaz de tenerme en pie. 
Su gesto complacido, junto al brillo de sus ojos, despejaron todas mis dudas respecto a sus sentimientos hacía mí. En ese momento lo vi claro. Spencer no mentía, sus palabras eran sinceras. ¡Yo le importaba de verás! Por mi parte, me aseguré dé qué le quería, le amaba con todo mi corazón y le deseaba con todas mis fuerzas.

Diez minutos más tarde, llegué a clase de educación física. Por el sexo y la carrera apenas había permitido a mi cuerpo recuperar el aliento. Ya con mi ropa deportiva y una sonrisa de oreja a oreja imposible de disimular, corrí las diez vueltas de carrera que me impuso el entrenador cómo castigo por mi tardanza. Pero de una cosa estaba segura, pagaría cien vueltas de castigo por volver a sentir la euforia que me invadía en ese momento.

SEDUCIENDO A MI PROFESORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora