Diez

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Julián llego a la ciudad de México justo el día de su entierro. Según su testamento que, desde que entro al mundo de las leyes y la justicia, preparaba para que no lo fuesen a tomar desprevenido nunca, debían darle cristiana sepultura en el cementerio de su elección que recorrió hasta llegar a una zona congestionada de gente. Algunos de ellos eran sus familiares. Por supuesto que no todos asistieron al sepelio. Esto debido a que no les parecía sensata la manera en que Julián había perdido la vida y mucho menos los motivos que tuvo para hacerlo.

Aun así, entre los familiares que si asistieron al sepulcro estuvieron sus padres que lloraban desconsolados la terrible perdida. Ellos ya tenían un aspecto veterano que les suponía entre sesenta y setenta años. Su cabello canoso y sus caras arrugadas los delataban. Enseguida, se encontraba solo uno de sus hermanos, Juan Carlos, el menor de los tres. Hacía mucho tiempo que no lo había vuelto a ver desde que se fue a estudiar su maestría a Berlín. El chico, que tenía dos años menos que Julián, le llora un poco pero, no sentía tanta pena por causa de las fechorías que se dedicó a hacer con Paola. Era por eso que de alguna manera le reclamaba.

-Fuiste un idiota. No debiste envenenar a Paola, era una buena mujer y tú habrías sido un gran padre y, ahora, por tu egoísmo y por tu necedad te vas.

-Hermano -le dijo Julián, acercándose a Juan Carlos, poniéndole una mano sobre su hombro, sin posibilidad de ser escuchado. -No seas tan cruel conmigo. Lo que hice, lo hice porque pensaba que era lo correcto.

-¿Como en nombre de Cristo pensarías que asesinar a tres personas inocentes seria lo correcto? -pregunto un tipo con aspecto elegante: una camisa blanca y un moño rojo debajo de la garganta, un sombrero color negro y pantalón de vestir.

Julián se sorprendió al escuchar que alguien, además del hombre vestido de blanco que, por cierto, venia llegando al sepelio, cruzando otro par de entierros más, se estaba comunicando con él. Hacía días que nadie conversaba con él.

-¿Tú me estás hablando? -le pregunto Julián, sorprendido.

-Claro, quien más podría hablar con un muerto si no es otro muerto.

-¿Usted también está muerto?

-Me gustaría estarte bromeando pero si, fue ayer apenas cuando vi mi automóvil cayendo hacia el fondo del barranco... fue tan trágico -al hombre se le escapaba el aliento al hablar.

-Eso suena como a un accidente.

-Claro, fue un accidente.

-¿Entonces, porque terminaste en el purgatorio?

-Porque debo redimir los daños que desate en la tierra. Porque mi auto se desbarranco luego de que las llantas patinaran sobre el asfalto, a la mitad de una curva, donde alrededor solo había maleza y obscuridad. Estaba lloviendo, el trabajo de los limpiaparabrisas era insuficiente con tanta agua que les caía encima y, por si hubiera sido poco, las luces estaban fallando. No podía ver hacia adelante...

-Pero de que hablas hombre, no veo ningún daño en esa situación.

-... entonces, el pequeño comenzó a llorar...

-¿Que, un pequeño, a que te refieres?

El hombre volteo a ver a la cara a Julián con un semblante aterrador.

-... era un pequeño muy adorable pero, mi hijo estaba muriendo...

-Sabes, la verdad no te estoy entendiendo nada.

-Lo que sucede, Julián, es que no estás poniendo atención -interrumpió el hombre de blanco que, escuchaba la historia de aquella pobre alma en pena, recargad, muy alegre y quitado de toda pena sobre el ataúd de Julián a quien le rezaban unas oraciones, esperando que su alma encontrara la luz. -A partir de este momento no eres más Julián Quintana -prosiguió. -Eres un ser vagabundo que debe escuchar al resto de los seres que te acompañan en el camino.

Positivo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora